J. W.: El concepto de sociedad de riesgo es esencial para el pensamiento sociológico de usted. Pero ¿no estamos aquí ante una especie de antigualla? ¿No se puede decir que, desde sus primeros tiempos, la sociedad estuvo ya acosada por riesgos y peligros, siendo precisamente para defenderse contra ellos para lo que constituyeron los humanos en sociedad?
U. B.: Es una pregunta que puede poner fácilmente en aprietos al autor de semejante concepto. Por cierto, yo debo precisar que no es la primera vez que me hacen esta pregunta, por lo que corro el riesgo de dar una contestación algo trillada. En cualquier caso, esta pregunta muestra lo importante que es cerciorarse de este concepto haciendo un buen derroche de paciencia.
Sin duda, la sociedad puede ser entendida como respuesta a todos los peligros posibles. Pero, en realidad, el concepto de riesgo es un concepto moderno. Su historia conceptual muestra por sí sola que, en épocas anteriores, en las que la gente se veía expuesta a catástrofes naturales o a la intervención de los dioses, simplemente no existía. Los riesgos están asociados más bien a decisiones humanas, es decir, al proceso de la civilización, a la imparable modernización. Esto significa que la naturaleza, la tradición, ya no poseen un poder incuestionado sobre los humanos, sino que entran en el radio de acción del proceder humanos, y de la decisión humana. El concepto de riesgo es un concepto que, dicho algo exageradamente, remite al fin de la naturaleza y al fin de la tradición. O, dicho de otra manera, que hablamos de riesgos allí donde la naturaleza y la tradición pierden su valor ilimitado y se vuelven dependientes de las decisiones humanas.
Históricamente, podemos rastrear esto que decimos en las travesías comerciales intercontinentales. En tales contextos, el concepto de riesgo se entendía como temeridad y se asociaba estrechamente al concepto de seguridad. Para los primeros aventureros y comerciantes que se lanzaban a la conquista de mundos desconocidos, el peligro de que se hundiera una de sus naves era sumamente grande. En la medida—y éste es el momento del nacimiento del concepto de riesgo— en que se definió este destino individual como posible experiencia común de un grupo determinado, es decir, como un problema que afectaba en igual medida a todas las empresas comerciales intercontinentales y ponía en peligro su propia existencia, se buscó la solución de cotizar en una caja común, de la que se pudieran obtener indemnizaciones en caso de hundimiento del barco. Con lo cual, una posible pérdida se formulaba como un riesgo y, con ello, como un problema colectivamente solucionable. El riesgo pasaba, por tanto, a depender de unas decisiones. Era el lado opuesto de la suerte, que cualquiera asociaba con unas indemnizaciones determinadas. Con los riesgos se asoció el cálculo que representaba al caso individual como suceso social y trataba, así, de hacerlo controlable con principios institucionalizados.
Si tenemos presente semejante pauta intelectual, podemos ver la industrialización, es decir, el desarrollo de las fuerzas productivas que van del siglo XVIII al XX, como un proceso de formación de riesgos y de su respuesta, su respuesta institucional; o formulado de manera abstracta, como la dialéctica de unos peligros que se vuelven calculables mediante las correspondientes respuestas institucionales. En concreto, esto se advierte en los seguros privados, que pueden considerarse como el símbolo clave en el tratamiento del riesgo. Con semejante perspectiva in mente, salen a la luz muchos detalles que permiten reconocer los presupuestos y la plasmación de este problema.
Ya he aludido a cómo el riesgo, si lo incluimos en una tipología histórica, se diferencia del de peligro. Los peligros cobran fuerza especial en todas las épocas en las que las amenazas no se pueden interpretar como humanamente condicionadas, es decir, como condicionadas por decisiones, sino que se viven como destinos colectivos producidos por catástrofes naturales, o como castigo de los dioses, etcétera, y, como tales, aparecen inalterables. En cambio, el concepto de riesgo expresa el intento de una civilización por hacer previsible las consecuencias imprevisibles de decisiones propias, por controlar lo incontrolado, por someter las consecuencias a acciones preventivas consabidas y a las correspondientes disposiciones institucionales.
Tomemos un ejemplo al azar. En una fábrica, en una mina, se produce un accidente: alguien pierde un brazo trabajando con una máquina. ¿Cuál es la causa? ¿Se debe considerar responsable al empresario por falta de previsión? ¿Es, más bien, la causa un error técnico del sistema, el cual no ha protegido debidamente al trabajador? ¿O estamos simplemente ante la expresión de los intereses capitalistas del empresario, que ha instalado la máquina haciendo caso omiso de las preceptivas normas de seguridad? Se inicia, pues, toda una serie de interpretaciones en torno a un suceso único, repartiéndose y atribuyéndose costes y responsabilidades en medio de un debate sobre cuestiones de causalidad. En el siglo XIX hubo ya cosmovisiones e ideologías distintas que compitieron por dar cuenta de tales casos. Por una parte, estaban las ideologías liberales y mercado-dependientes, empeñadas en cargar siempre estos riesgos sobre las espaldas de los individuos y que veían abrirse los infiernos cuando tales riesgos se definían como destino colectivo. Otras explicaciones, respaldadas sobre todo por los sociólogos, trataron de mostrar que lo que se presentaba como una caso y un fallo individual en el fondo no hacía sino seguir unas pautas ordinarias. El accidente individual, se argumentaba, presenta unos rasgos tipo, estatísticamente previsibles y representativo según el cálculo de probabilidades, por lo que se han de tener también en cuenta las causas sociales e identificar, consiguientemente, como respuestas el talante y la disposición de la sociedad. Así, podemos mostrar cómo, sobre todo en el siglo XIX pero también a comienzos del XX, se abrió paso una interpretación de los accidentes que hacía amplia abstracción del caso individual. Éste era presentado como un suceso estadístico, o estocástico, para el que se debía crear instituciones jurídicas y políticas para asegurar el justo equilibrio y reparto de las responsabilidades. Instituciones que fueron, por su parte, producto de conflictos y negociaciones de orden político.
En todo esto es decisivo el hecho de que la suposición de causalidad, que hasta hoy ha jugado un papel tan importante incluso en los peligros ecológicos, sólo fuera relativamente decisiva, como quiera que el riesgo, y su tratamiento, se interpretó ante todo como un esquema general que era el resultado de conflictos políticos, de soluciones políticas y de las correspondientes normas fijadas en determinadas instituciones: ¿quién abona determinadas cosas?, ¿quién tiene derecho a estos pagos?, ¿cómo tratar un caso individual sin que sea valorado como un fallo moral de tal o cual instancia?
J. W.: Ésta es también la clásica tríada sobre la que apoyó el Estado-nación en el siglo XIX, heredada a su vez del Estado absolutista; a saber, defensa de la soberanía hacia fuera, conservación o garantía de la paz legal hacia dentro y creación de una normativa sobre la reciprocidad cívico-laboral y económica. Esta tríada clásica se completó después con un seguro de accidentes y una jubilación a cargo del Estado. Se dice que fue Bismarck el primero en haber descubierto esto. En realidad, Napoleón III lo descubrió antes que él, pero sólo consiguió implantarlo parcialmente. Para evitar posibles malentendidos, Bismarck, que planeaba introducir un seguro de vejez, mandó llamar a un sociólogo o estadístico, al que hizo la siguiente pregunta: ¿Cuántos años vive un obrero por término medio?. El otro contestó: Pues... hasta los cincuenta y tantos o sesenta y poco más>>. A lo que Bismarck repuso, por su parte: Bien, el pago de la pensión empezará entonces a los sesenta y cinco años. Esto es una bonita muestra de cinismo. ¿Se puede decir que los riesgos, tal como usted los ha descrito —que cambiaron de manera importante con el inicio de la era industrial, con la revolución industrial—, han variado y se han multiplicado probablemente también con el paso de los años, por lo que se diferencian básicamente de los que corrían los comerciantes que en los viejos tiempos flotaban un barco para ir en busca de pimienta?
U. B.: Esta dialéctica del cálculo de riesgos y esta lógica del seguro son, sin duda, un instrumento esencial para el ordenamiento del Estado-nación hacia dentro, lo que significa al mismo tiempo una demarcación hacia fuera. Aquí el Estado es el actor que vehicula las alegaciones y pretensiones de las distintas partes en conflicto y luego las fija en el sistema jurídico, del que extrae su legitimación y con el que desactiva el enorme potencial de conflicto que se esconde en estos riesgos. Estos cálculos de riesgo, si los consideramos en su funcionalidad política, tienen como resultado el que los conflictos se despoliticen y desmoralicen. Si nos falta un brazo o un ojo, debemos aceptar la lógica del intercambio de la vida y la salud por una determinada suma de dinero, y, por tanto también, la lógica capitalista, cuya aplicación también presenta, naturalmente, sus correspondientes dificultades. Pero, una vez que esto se institucionaliza, ya no existe ningún conflicto moral ni político.
Todo este proceso es comparable al conflicto entre trabajo y capital, que, por supuesto, era mucho más explosivo todavía. Conviene también tener presente otra cosa: el reparto de las imprevisibles consecuencias y costes de la prevención de los riesgos se regateó primero a los miembros de la sociedad y luego quedó institucionalizado de una manera que, en mi opinión, determinó decisivamente el optimismo que se suele asociar con el progreso. En efecto, sólo si se tiene en cuenta el hecho de que las consecuencias asociadas siempre se compensaron de alguna manera programática e institucionalizada se puede entender que este optimismo se extendiera por todos los rincones del mundo y, con ello, diera nuevas alas al desarrollo.
Pero volvamos a la pregunta de hasta qué punto existen diferencias en cuanto a la índole de los riesgos. De esta pregunta se puede deducir una objeción a la sociedad de riesgo. En efecto, tal como la he descrito hasta ahora, es ésta una sociedad que pretende la controlabilidad de las consecuencias asociadas inducidas por la industrialización. Es sin duda un programa reflexivo —sumamente refinado— de anticipación de lo imprevisible dentro de un esquema de respuestas institucionalizadas. Esto significaría que la sociedad de riesgo es una perfecta sociedad de control que extiende al futuro la pretensión de control de la modernidad con respecto a las inseguridades que ella misma produce. Bajo el dominio protector del riesgo se colonizó sistémicamente el futuro.
J. W.: Pero ¿sigue valiendo esto en la actualidad? ¿seguimos viviendo en unas condiciones de futuro controlable?
U. B.: No. Conviene detenerse bien en un razonamiento, pues toda la dificultad de la argumentación podría resumirse en él. El cálculo de riesgo presupone el concepto de accidente. El concepto de accidente, también como magnitud económica, presupone un suceso que está claramente limitado tanto en el plano temporal como en el social. Los accidentes afectan a un grupo de personas determinado en un lugar y momento determinados. Según este patrón podemos interpretar, y elaborar en el plano institucional, lo mismo un accidente de tren que de coche, una enfermedad larga o la pérdida del puesto de trabajo. Sin embargo, este modelo pierde su validez, por ejemplo —o contraejemplo—, en el caso de la catástrofe nuclear de Chernóbil. Y ello precisamente porque, dicho en pocas palabras, los afectados por los efectos de esta avería —este concepto, tan empleado a la sazón, muestra lo mucho que aún somos deudores de las viejas categorías de riesgo— ni siquiera han nacido en el día de hoy, casi quince años después, y porque, como todos sabemos, las consecuencias no se reducen al espacio delimitado por unas fronteras determinadas. De ahí el carácter fantasmal de la batalla que están librando los estadísticos en torno a los muertos de Chernóbil.
Asimismo, todo lo que percibimos, y definimos, como problemas medioambientales, las distintas emanaciones tóxicas que envenenan el aire, el agua, el suelo, etcétera, atraviesan cualquier frontera y no se dejan encerrar ni en su causalidad espacial ni en los efectos sociales a ellos asociados. Lo mismo vale también para las catástrofes climáticas o los debates sobre los alimentos transgénicos, por citar las diferencias de los riesgos en el gran ancho de banda de los posibles sucesos.
Lo cual significa que la sociedad de riesgo, tal como la he descrito hasta ahora, esta primera sociedad de riesgo que encarna las pretensiones de control, presupone unas consecuencias espacial, temporal y socialmente delimitables, siendo la tesis principal de la sociedad de riesgo en sentido estricto la de que, como consecuencia de la imparable radicalización de los procesos de modernización, tecnificación y economización, están apareciendo unos fenómenos que hacen que se erosione y cuestione precisamente este programa sobre la calculabilidad de las consecuencias asociadas. El ejemplo más ilustrativo a este respecto fue la catástrofe del reactor de Chernóbil, la cual tuvo lugar, por cierto, mientras yo repasaba las galeradas de mi libro Risikogesellschaft [La sociedad del riesgo]. Este suceso fue particularmente dramático en sus efectos porque, en la reglamentación alemana relativa a las catástrofes nucleares, sólo estaban previstos los efectos de un accidente o de una catástrofe en un radio de acción de 28.5 kilómetros. La posibilidad de que en Alemania nos afectaran personalmente las catástrofes ocurridas en otros países no estaba prevista en absoluto.
J. W.: Éste es un ejemplo interesante que permite aclarar un par de cosas; en primer lugar, que la vieja sociedad de riesgo y, por tanto, la sociedad de riesgo de la primera modernidad, que parten del hecho de que un riesgo y sus consecuencias son siempre localizables, afectan a un círculo de personas y a un lugar delimitados y, por tanto, se pueden dominar mediante técnicas de aseguración; y, en segundo lugar, y al mismo tiempo, que esta experiencia ha conducido a un bloqueo mental. No hemos sido capaces de prever que una modernidad que se modernizaba a sí misma iba a producir unos riesgos completamente distintos, de la magnitud, por ejemplo, de Chernóbil. ¿Se puede plantear la cuestión de esta manera?
U. B.: Éste es sin duda el planteamiento correcto. Ni en la elaboración científica de los accidentes (sigue valiendo hoy sustancialmente para las ciencias de la naturaleza) ni en las instituciones centrales (la protección contra las catástrofes, la atención médica y los costes que se derivan) se percibe ni se toma en serio esta diferencia entre los riesgos de la primera modernidad y los riesgos globales de la segunda modernidad. Esto lo podemos apreciar a distintos niveles; uno de ellos me parece a mí particularmente importante, y se ilustra inmejorablemente considerando de nuevo el caso de Chernóbil: como recordará usted probablemente, en aquellos días disfrutamos de un tiempo primaveral maravilloso: hacia un tiempo realmente espléndido, cielo azul, todo florecía como nunca, y sólo los medios hablaban de un peligro mortal.
J. W.: ...un peligro que nadie podía ver...
U. B.: Nuestros sentidos nos engañaban. No sixth sense! Creo que esta ceguera cultural ante peligros sólo difundidos a través de los medios e interpretados contradictoriamente por los expertos —pero no perceptibles— constituyó el elemento principal de la conmoción. No fue tanto el peligro físico como la sensación de que como ciudadanos ya no estábamos en condiciones de distinguir lo que es peligroso de lo que no lo es; es decir, una sensación de incapacitación o inhabilitación. Y, como marionetas, nos quedamos colgados de los hilos de expertos e instituciones que se contradecían entre sí, que aseguraban que todo estaba controlado, pero luego va y ocurre exactamente lo contrario. En cuestiones completamente cotidianas —¿puedo dejar jugar a mi hijo en los montones de arena?, ¿puedo comer champiñones? ¿está envenenada la ensalada de tal o tal región, y, por tanto, ha pasado de ser un alimento sano a convertirse en un producto amenazador para mi vida?—, nos vimos de repente desamparados, a merced de las afirmaciones contradictorias de los expertos.
Existe toda una serie de elementos que configuran esta diferencia entre los riesgos de la primera y los de la segunda modernidad. Un accidente en la mina es aún un suceso perceptible para muchas personas. Los peligros de la primera modernidad se exhibían incluso de manera gráfica, como, por ejemplo, en las chimeneas humeantes del Ruhr, consideradas como expresión del posible bienestar y auge económico. Pero ahora nos encontramos en una sociedad cada vez más perfecta a nivel técnico, que ofrece soluciones cada vez más perfectas, pero en la que los efectos secundarios y los peligros a ellos asociados se hurtan a la percepción inmediata de los afectados. A lo que hay que añadir que éstos ya no son generalmente los propios trabajadores, sino los consumidores o personas que no tienen absolutamente nada que ver con el hecho, que viven muy lejos del origen de estos peligros.
Con la industrialización surgieron trabajos cuya identidad profesional, cuya cultura profesional, se nutrían esencialmente de la proximidad a estos riesgos, a riesgos para la salud, con las consecuencias que ello suponía para la familia, para todos. Cuando se producía un accidente en la mina, todos los afectados sabían lo que ello significaba. Formaba parte integrante de esa cultura laboral, y todos sabían cómo hacer frente a tales sucesos. Los que debían soportar las consecuencias de los riesgos eran también los que participaban en la producción, y que en muchos casos podían también minimizar dichos riesgos, o incluso evitarlos.
En cambio, hoy nos enfrentamos a una completa dicotomía entre los que producen los riesgos y los que deben apechar con las consecuencias de los mismos. Esto no lo revelan, o sólo aparentemente, los correspondientes análisis de causalidad. En realidad, éstos no conducen a nada, pues suelen ser tan complejos que los afectados por los riesgos, a la hora de probar quiénes los han producido, para poder así obligarlos a algún tipo de compensación, se ven desalentados ante la magnitud de la tarea.
Lo complicado de esta tarea se puede ver mejor con un ejemplo: en Franconia había una fábrica de cuya chimenea salían todos los gases tóxicos posibles. Estos gases iban a parar a un municipio próximo, donde dañaban gravemente las viviendas y causaban enfermedades a las personas. Esto se producía según el viejo esquema de la primera sociedad industrial; todo era visible y perceptible. En consecuencia, los afectados interpusieron una demanda judicial. Sin duda, se les reconoció su condición de víctimas de tales emanaciones tóxicas. Pero, para su infortunio, había más fábricas en los alrededores, de manera que la cuestión de la causalidad fue prácticamente imposible de aclarar. Así pues, no hubo culpables identificados, y los imputados quedaron sin condena alguna. Esto me parece particularmente importante por cuanto la multiplicación de posibles sujetos agentes en el marco de una jurisprudencia suficientemente autorizada —es decir: cuantos más gases tóxicos se expulsan al aire y más causantes hay, tanto más difícil resulta encontrar responsables y mayor es la probabilidad de que se produzca una intoxicación colectiva sin que nadie pueda ser tenido por responsable .
J. W.: Los riesgos se han vuelto en cierto modo deslocalizados, al tiempo que su imputabilidad disminuye; por eso, ya no rige el instrumento clásico de la jurisprudencia, que opera según el principio de causación. Ahora tenemos en la sociedad una amenaza más abstracta, en el sentido de que el riesgo se ha colado en los hogares más seguros y ahí anida; por ejemplo, en los impregnantes para madera. Hace muchos años, se produjo ya un gran escándalo; cuando se empleaba un determinado impregnante para madera, se llevaba uno el cáncer a casa. ¿Cómo defendernos contra esto?, ¿cómo hacerle frente? Es un reto enorme para la sociedad, si quiere seguir funcionando. Una de sus legitimaciones más importantes es ciertamente la seguridad de sus miembros, para lo cual exige el correspondiente pago de impuestos; para eso exige ser financiada, para eso exige unos impuestos que —como nosotros dos sabemos bastante bien, por desgracia— son elevadísimos; y, al mismo tiempo, resulta que está disminuyendo la protección que se nos promete a cambio.
U. B.: Los riesgos están deslocalizados; en el sentido más banal de la palabra, se han vuelto cosmopolitas —de manera parecida al cosmopolitismo banalizado de lo culinario—, y lo uno está relacionado con lo de más allá; por ejemplo, la enfermedad de las vacas locas, de la carne de bovino británico. Al mismo tiempo, estos riesgos, justo como dice usted, están presentes siempre en lo más íntimo de nuestras vidas. Pero contra este cosmopolitismo banal de los riesgos apenas se enarbolan banderas nacionales; sólo en casos límite. Aunque los británicos lo han intentado en el escándalo de las vacas locas. En esto, es importante tener en cuenta que un riesgo es apenas nada. Es un constructo, una definición social, que debe ser creída, y en tal medida se vuelve eficaz y verdadera. En su plasmación participan varias pretensiones de racionalidad.
Está surgiendo una especie de conflicto de riesgo y de conciencia del riesgo, difundida por los medios de comunicación y, naturalmente, también producida por ellos, y que está quitando el sueño a los consumidores, y, sobre todo, a los padres, a las madres y a los hijos. Es algo que se topa nuevamente contra una racionalidad institucionalizada que bloquea el riesgo. En efecto, la instancia jurídica —recurramos una vez más a este ejemplo— administra justicia ahora de manera vinculante para todos. ¿No se ha podido demostrar una causalidad clara? Entonces no hay ningún riesgo. Así lo ven las instituciones. Y, si encima éstas meten también en el ajo a los científicos, que dan mucho valor a los estrictos modos de causalidad —mientras éstos no son aducidos, los riesgos son tenidos por meros delirios de la imaginación—, los afectados se topan contra los muros institucionalizados de la negación de los riesgos. Se podría también, para completar esta idea, formular una ley paradójica: como, en el plano institucional, no hay ninguna prueba científica ni jurídica para las respectivas causaciones de riesgo, o sólo en casos límite en los que éstas son imputables individualmente, cada vez se pueden arrojar al mundo más riesgos, por lo que no deja de aumentar el potencial de amenaza global.
Este potencial de amenaza es debidamente percibido por los afectados, que se organizan en movimientos sociales, pero que, con unos instrumentos cognitivos más o menos dignos de crédito —otras estadísticas, otros expertos...—, se topan con los aludidos muros del desmentido institucional. Así, surgen conflictos de riesgo que, por un lado, renuevan las pretensiones de credibilidad de las instituciones dominantes, pero, por el otro, cuestionan seriamente dicha credibilidad; en efecto, y digamos esto para concluir, ya no es sólo la fábrica, que parece haber enmudecido, sino también el sistema jurídico, el sistema político, el sistema científico, los que desmienten todo a la vez con una abjuración —en cualquier caso, vistas las cosas desde fuera— y con un reafirmarse en su vieja racionalidad, lo que a su fez es fruto del propio sistema.
J. W.: Existe una excepción a esta regla de que el sistema se empeña simplemente en negar. Esta excepción es el escándalo de las vacas locas, que usted ha mencionado. Éste es uno de los pocos casos en los que se ha creído que se podía establecer una clara causalidad. Se ha dicho que las vacas provienen principalmente de Inglaterra, que allí se volvieron locas porque los pérfidos ingleses las habían alimentado con harinas animales de ganado ovino con objeto de acelerar la producción cárnica. Pero esas ovejas tenían scarpi, una enfermedad que ataca al cerebro; del cerebro ovino dañado se transmitió la enfermedad a las vacas; éstas a su vez eran comidas por los humanos, los cuales, en determinadas circunstancias, contraían luego la enfermedad de Creutzfeldt-Jakob . A renglón seguido, en los demás países hemos echado mano a toda la artillería de decretos y prohibiciones de importación para tranquilizar a la población, mientras en Gran Bretaña se seguía comiendo roastbeef, según el lema: Del obrero a la reina, de izquierda a derecha, y por arriba y por debajo de la escala social, todos se han expuesto al riesgo y han dicho: ”British beef is the best in the world”.
U. B.: Yo también voy a desarrollar lo que me sugiere este ejemplo; pero antes me gustaría ilustrar otro aspecto del argumento que nos ocupa. En mi opinión, el carácter explosivo de los conflictos de riesgo para el sistema político estriba en el simple hecho de que las instituciones los deslegitiman sin más. Aunque las instituciones siguen funcionando y desmienten el riesgo, éste tiene el extraño efecto de introducirse como un virus en las instituciones y cuestionarlas desde dentro. Todos quieren verse libres de riesgo, pero el riesgo no deja de extenderse y multiplicarse. A veces, esto me hace pensar en que nos hemos metido en un panal y ahora queremos limpiarnos la miel donde sea, con la consecuencia de que dejamos pegajosos todos los objetos que tocamos.
Es éste un proceso en sí contradictorio, por el cual todo lo que intentamos alejar de nosotros, de la sociedad, vuelve a introducirse cada vez con más profundidad. Del carácter explosivo de estos conflictos puede ilustrarnos la teoría del Estado de Hobbes. Si buscamos las ocasiones en que este teórico del Estado conservador legitimó la resistencia civil, nos toparemos con formulaciones que se anticipan al problema de la ecología y de los riesgos. Hobbes dice, bastante atinadamente: Cuando un Estado deja de garantizar a sus ciudadanos aire puro, buena comida y la necesaria seguridad, pues el aire está contaminado y la comida supone un peligro para los ciudadanos, entonces éstos pueden rebelarse contra el Estado. Vemos aquí cómo el problema del riesgo no es precisamente un problema ecológico. Naturalmente, también lo es; pero no sólo. No es un problema que afecte sólo al entorno del sistema político...
J. W.: ...sino al propio sistema político.
U. B.: Y ello porque atenta contra los derechos fundamentales institucionalizados, es decir, el derecho a la seguridad y a la vida, que el Estado y la población posiblemente valoren más aún que el derecho a la libertad. Cuando se trata de la salud y la vida, cuestiones como la diversión pierden relieve, pues los seres humanos se sienten atacados en el núcleo mismo de su existencia. No es la magnitud del peligro la que produce explosividad política, sino esta contradicción entre, por un lado, la seguridad estatalmente organizada y las expectativas a ésta asociadas y, por el otro, la sistemática vulneración de tales expectativas. Las toxicidades generalizadas son unos enemigos difusos introducidos subrepticiamente por la industria y legitimados por el Estado. Sobre este punto quería decir algo todavía, pues ello nos ayudará a ver mejor cuán explosivos son estos conflictos y cuán poco se trata de lo que todos creen —es decir, de los riesgos correspondientes—, sino más bien del resultante socavamiento del núcleo legitimador del quehacer político y de las instituciones estatales de la primera modernidad. La crisis de confianza agudiza a su vez la conciencia del riesgo. En efecto, si nadie quiere prestar ya fe a los comunicados oficiales de las instituciones cuando éstas proclaman el estado de seguridad, las declaraciones repetidas de que tenemos todo bien controlado hacen aparecer las imágenes reflectantes de una inminente catástrofe.
J. W.: Por eso fue tan explotado el escándalo de las vacas locas, porque el Estado aprovechó para demostrar lo seriamente que se tomaba la seguridad de los ciudadanos y que no escatimaría ningún esfuerzo, y acarrearía con todas las posibles consecuencias, con el fin de garantizar la salud de los ciudadano.
U. B.: Entre tanto, se puso en movimiento la dinámica transnacional. Reconstruyamos de nuevo este caso —yo me hallaba viviendo entonces en Gran Bretaña y pude seguir la evolución desde los inicios—. Empezó con la conferencia de prensa de un asesor gubernamental, al que manifiestamente no le habían apretado suficientemente las clavijas. Éste dijo que no se podía excluir el que hubiera cierta relación entre la enfermedad de las vacas locas y esa enfermedad que acababa de hacer su aparición entre los seres humanos. Repito: dijo que no se podía excluir, no que existiera una relación certificada. Pero esto bastó para que se produjera todo un corrimiento de tierra. El asesor fue citado al día siguiente y obligado por el gobierno a desmentirse. Pero esto no sirvió para mucho, pues el corrimiento de tierra ya se había iniciado.
Al principio, los británicos buscaron la causa en sí misma e impusieron incluso ciertas prohibiciones. Pero cada vez era más evidente que las causas no podían determinarse realmente, de manera que hasta el día de hoy aún nos enfrentamos, como me gusta decir a mí, a una consciente y regresiva incertidumbre, algo que, por cierto, es bastante corriente en tales crisis. Las relaciones causales inequívocas sólo son demostrables en casos límite y exigen mucho tiempo y mucha investigación. Existen teorías enfrentadas, que, por cierto, ya estaban ahí para advertir de, y esclarecer, la situación de peligro. Como también existía una lucha por la correcta definición de los riesgos: ¿cuál es la causalidad? ,¿quiénes están realmente afectados?, etcétera. En sus elementos particulares, esta lucha de definiciones siempre tiene consecuencias en los planos económicos y político. Por tanto, cuando concluimos de este modo la cadena causal, toda la industria cárnica se viene abajo, y cuando se viene abajo la industria cárnica en Gran Bretaña, la consecuencia es posiblemente un auge de la industria cárnica en Francia y Alemania. Pero estas expectativas de auge se funden, y confunden, al mismo tiempo con el hecho de que, tanto en Alemania como en Francia, los consumidores renuncian a consumir todo tipo de carne.
Sin duda estamos ante unos efectos paradójicos. Las definiciones de riesgo se emplean para tomar unas medidas proteccionistas con respecto al mercado. Con otras palabras, que, cuando se pueden considerar los competidores como causantes de riesgo, esto engendra también una definición que abre al mercado nacional unas posibilidades de beneficios nuevas. E, inversamente, a nivel transnacional, los considerables desplomes del mercado, que tales definiciones de riesgo comportan, ya que hay sectores enteros de población que se abstienen a nivel mundial de los productos correspondientes, producen ahora costes colaterales a industrias y ramos que no están de por sí directamente relacionados con esta producción de riesgos.
Aduciré un ejemplo más: si, en plena crisis de las vacas locas, nos damos una vuelta por la Alta Baviera, entramos en un restaurante y miramos la carta, vemos en primera página la foto del sonriente propietario-campesino, con toda su familia acompañada de una ternera auténtica que ha sobrevivido sin problemas a la crisis, como para prestar mayor apoyo a la idea de que la carne que vamos a devorar procede de este círculo familiar y no tiene nada que ver con las partidas de bovino británico, tan nocivo para la salud. Aquí se reacciona, por tanto, al cosmopolitismo banal de los riesgos y se enarbola la bandera bávara, es decir, la bandera local. Se intenta generar confianza mediante la relocalización de los productos.
En los actuales círculos globales de la industria cárnica y química, esto se asemeja bastante al gesto de echar una cuerda a uno que se está ahogando en medio del torbellino de la deslocalización.
Esto significa que los conflictos de riesgo tienen como consecuencia una paradójica, específica y —para la obviamente siempre cínica mirada del sociólogo— interesantísima imbricación. Nadie quiere tener riesgos. Éstos son siempre desmentidos, y, sin embargo, siempre están ahí. Tienen una capacidad de resistencia propia, y se hacen fuertes contra los que tratan de negarlos, y no sólo como riesgos para la salud, sino también como riesgos económicos, plasmados en el desplome de los mercados o en la desvalorización del capital, y como riesgos relacionados con la confianza, como es la pérdida de seguidores y la erosión de la participación política.
J. W.: Lo que a mí más me ha fascinado en el conflicto de las vacas locas, en el riesgo de contraer esta enfermedad y en la manera opaca de afrontarla es su semejanza con un viejo patrón de riesgo, que también fue transnacional; es decir con la sífilis. En el caso de la vieja enfermedad también se pusieron en marcha las acusaciones recíprocas. También se enarbolaron, como dice usted, las banderas nacionales. Si alguien tenía sífilis, los alemanes decían: Tiene el mal francés. Los franceses no querían quedarse con esta patata caliente, y decían a su vez: Il a la maladie anglaise; es decir, que pasaban la patata a los ingleses. Por supuesto, éstos tampoco querían decir que eran ellos el origen del mal, y decían: He has the Spanniards. Y los pobres españoles se quedaban solos en el extremo de la cadena de imputaciones, y difícilmente podían decir: Tiene el mal alemán. Así pues, los alemanes tenían el mal francés. Los franceses , el inglés, y los ingleses, el español, lo que en cierto modo tenía su parte de verdad, pues la sífilis vino en realidad del Nuevo Mundo.
U. B.: También esto ocurre con las vacas locas. Entonces, el nacionalismo reaccionó al tabú sexual de la transmisión sexual, es decir, a la universalización del riesgo; hoy, ha reaccionado a la cosmopolitización industrial y política.
J. W.: Sí, es un modelo parecido. Toda Europa continental ha señalado con el dedo a los británicos...
U. B.: Este <>, este jugar a ver quién pierde, estas asignaciones culturales dejan clara una cosa: los políticos y los técnicos están cometiendo un grave error. Los riesgos no se pueden considerar, ni ahora ni nunca, como relaciones causales o estadísticas desde el punto de vista de las ciencias naturales, como se intenta hacer todavía hoy en amplios sectores de la gestión del riesgo; basta con tener más tecnología, un saber mejorado, una reconstrucción más precisa aún de las distintas interrelaciones para tener la situación controlada. Ésta es una idea completamente ilusoria. En efecto, por una parte, estamos ante inseguridades inducidas, o manufactured uncertainties, como dice Anthony Giddens. Pero éstas tampoco se solucionan con más y mejores conocimientos. Por la otra, en estos espacios equívocos hacen su irrupción estereotipos culturales, identidades culturales, los cuales poseen una importancia fundamental para la definición de la responsabilidad y de la causalidad, así como de los costes a ellas asociados. Para esta especie de marcos de referencia tampoco existen las suficientes disposiciones institucionales. Si, por ejemplo, consideramos la manera en que está intentando Europa terminar con el escándalo de las vacas locas —mediante una resolución de los expertos en sentido vertical, según el lema: Los franceses y los alemanes deben procurar atenerse a las decisiones tomadas en Europa, de lo contrario deben acarrear con los costes—, entonces esto funciona sólo en parte. En efecto, en tales países predomina el malentendido técnico de que se debe dar en algún momento con la clave que dé este riesgo por solucionado, cuando la realidad es que, en los conflictos de riesgo, las definiciones culturales —qué es tolerable todavía, y qué no lo es ya— juegan un papel esencial, y las causalidades, las estadísticas, etcétera, se utilizan como material de lucha para implantar los estereotipos al uso y al reparto de los costes, de los mercados y de las expansiones.
Otro ejemplo al respecto es el debate sobre la extinción de los bosques de Alemania. Debate que fue interpretado por la industria francesa, que desde hace mucho tiempo viene haciendo la vista gorda a las cuestiones medioambientales, como una hábil estratagema de la industria automovilística alemana para introducir el catalizador en el mercado europeo. Por tanto, existe un perfecto acoplamiento de cálculos y conflictos. Este jugar a niveles múltiples para conseguir un nivelamiento técnico es bastante ingenuo, pues el plano de las definiciones de riesgo técnicas es sólo una superficie bajo la cual se negocian y determinan los mercados, las corrientes de capital, las atribuciones de causalidad, los costes, etcétera.
J. W.: Sigue existiendo también la fe del carbonero, según la cual la riqueza minimiza de por sí los riesgos. El rico, se supone desde esta fe, se puede proteger mejor que el pobre. Yo creo que también esto es una idea ilusoria, que tal vez en la primera modernidad tuviera su parte de verdad. Pero , desde luego, esto ya no vale para la segunda modernidad. Desde lo de Chernóbil, el rico puede seguir diciendo, si quiere: Me largo a las islas Fidji; allí estaré suficientemente lejos...
U. B.: ...pero allí lo sorprende el siguiente gas tóxico de la lista.
J. W.: Lo que demuestra que la riqueza ya no es un escudo protector contra los riesgos.
U. B.: Para disgusto de mis colegas en sociología, en La sociedad del riesgo he planteado esto con la siguiente fórmula: la pobreza es jerárquica, la contaminación atmosférica es democrática. La regla es más o menos ésta: los riesgos medioambientales están repartidos principalmente entre los pobres; es algo que no podemos ignorar. Hasta el día de hoy, se constata que, en el Tercer Mundo, alrededor de los grandes complejos químicos siguen viviendo los más pobres de la tierra, lo que significa que sus vidas corren serio peligro. Pero, dentro de la dinámica de los riesgos globales, esta lógica jerárquica del reparto según las clases se ve resquebrajada, lo que significa que en la escenificación de los riesgos tiende a imponerse una igualización. Si analizamos la cuestión más detenidamente —y a mi me parece que ésta es como el telón de fondo del posible mecanismo de aprendizaje dentro de la sociedad de riesgo mundial—, descubriremos que existe una especie de efecto bumerán. Es decir, que los que producen los riesgos tampoco pueden evitar el sufrir, tarde o temprano, las consecuencias de su propia producción de riesgos.
Esto se puede ver hoy en día en las empresas punteras del sector químico, y, en especial, en la industria de los alimentos transgénicos. Los primeros en movilizarse son los expertos, que proclaman la inexistencia de riesgos y tratan de imponer esta opinión entre el público en general. Como tales expertos están convencidos de esta inexistencia de riesgos, se destinan a la inversión enormes sumas de dinero y se crean mercados a escala planetaria. Pero, de repente, nos topamos con interpretaciones que hablan de la existencia de riesgos, que estos expertos tratan en un primer momento de tildar de histeria. Pero esto no suele surtir efecto, pues la simple percepción de riesgos produce el desplome de los mercados. Con lo cual se inicia el efecto bumerán, cuyas consecuencias se reflejan en el hundimiento de sus propias acciones, como se puede observar ahora, por ejemplo, en la industria alimentaria estadounidense, siguiendo el ejemplo de los alimentos genéticamente manipulados. Y, cuando caen las acciones, suele iniciarse un cambio de opinión.
Esto significa que el hecho de que los ricos tampoco se puedan sustraer a esta dinámica en casos límite es el rasgo especial que diferencia los conflictos de riesgo de los conflictos de riqueza. Los conflictos de riqueza, que estallan por el reparto del pastel producido en común, permiten trazar claras líneas de separación entre pobres y ricos. Los conflictos de riesgo, en cambio, que apuntan a una universalización, a una globalización inducida por la dinámica de la civilización, tienen como consecuencia la interconexión de las desvalorizaciones en bloque, y no sólo en el ámbito de la salud, sino también en el del capital. Esta reacción en cadena afecta entonces, en determinadas circunstancias, a los causantes principales, que no se pueden asegurar contra ellas en última instancia. Esto es para mí la principal, y obvia, diferencia entre la sociedad de riesgo de la segunda modernidad. Considerada la cuestión de manera realista, existen, naturalmente, muchos matices, y se plantea el problema de dónde meter un riesgo determinado, en tal o cual <>. Esto lo podemos ilustrar con un segundo ejemplo, que no es otro que la interrelación entre los riesgos de accidentes de circulación y los riesgos ecológicos.
Los nuevos riesgos de la segunda modernidad escapan al seguro privado. Siempre están expuestos a la paradoja de que la industria y sus técnicos buscan un riesgo cero, mientras que la industria de los seguros privados, que podría hacer un negocio enorme con este riesgo cero, dice: Esto es un riesgo demasiado grande, que nosotros no podemos asegurar con nuestro capital privado. O: Esto sólo lo aseguramos a unas tarifas imposibles de pagar por los causantes de los correspondientes siniestros.
En la segunda modernidad aparece por doquier esta contradicción inmanente entre la racionalidad económica del seguro privado y la racionalidad económica del seguro privado y la racionalidad técnica de las empresas que desencadenan estas consecuencias. Desde mi punto de mira, sería ventajosos el que la economía del sector asegurador, que tiene un interés especial en convertir la globalización de los riesgos en negocio que no la exponga a riesgos incontrolables, se definiera como la instancia que estableciera la barrera entre las consecuencias controlables y las que no lo son. Mi pregunta sobre las nuevas industrias y tecnologías cuyo potencial de riesgo no se puede investigar en detalle, pues ello supondría el parón de su actividad, no puede ser más sencilla: ¿tienen póliza de seguro o no la tienen? Es bastante ilustrativo el hecho de que los grandes avances tecnológicos, tan debatidos por la opinión pública, en la mayoría de los casos no tengan un seguro privado y posiblemente no sean asegurables. En la industria nuclear, el Estado sigue estando ciertamente implicado, pero las más de las veces sólo con unas garantías de seguro muy por debajo del riesgo potencial. Si nos preguntamos, por ejemplo, si la industria de la alimentación, que está lanzando al mundo unos alimentos genéticamente manipulados, está preparada para el caso de que sus productos produjeran enfermedades, nuestra pregunta se quedaría sin respuesta alguna.
J. W.; U obtendría la clásica respuesta: el progreso esconde riesgos, pero ocupa en la jerarquía un puesto más alto que los posibles riesgos resultantes de su ulterior desarrollo.
U. B.: Ésa sería la respuesta normal. Pero esa respuesta no la podemos aceptar en el mundo de la circulación vial. Quien conduce sin seguro con su coche privado está cometiendo una infracción.
Pero si alguien pone en marcha una empresa de la que nadie puede decir qué consecuencias puede tener, y que, quién sabe, pudiera incluso poner en peligro la existencia misma de la humanidad, no encontramos ninguna medida preventiva para esto; nos topamos con el más absoluto mutismo. Pero este proceder no puede quedar impune: acelera la pérdida de la legitimación, de la autoridad estatal y científica, de la confianza en la industria, lo que a su vez debilita los cimientos del sistema político.
J. W.: Naturalmente, podemos negar esta pérdida negando los riesgos, falsificándolos, o simplemente haciendo una guerra de estadísticas. “Qué ocurre entonces con los famosos valores límite? ¿Cómo se determinan?
U. B.: A mí me invitan frecuentemente a las grandes empresas, donde se puede observar en acción la tabla de multiplicar de la sociedad de riesgo. En cierta ocasión, fui invitado a visitar una empresa en Suiza, en Basilea...
J. W. Por supuesto, no vamos a dar nombres. Creo que de las tres que había antes ahora sólo queda una, después de la fusión.
U. B.: Exactamente. Tres empresas que ahora no vamos a nombrar y que, por cierto, siguen este problema con mucha atención —todo hay que decirlo— y tienen al respecto una actitud muy abierta. Pues bien, me hablaron de la existencia de un gas tóxico que producen allí, una sustancia utilizada para favorecer la productividad de determinadas plantas, pero que puede tener también posibles consecuencias asociadas para el agua potable. Se daba también la situación especial de que, al ser los únicos productores del mundo, se podían hacer muy famosos. Por tanto, si se introducía dicha sustancia en agua potable, todo el mundo podía saber enseguida que habían sido ellos. En este caso no se dan, pues, muchas de las condiciones de la sociedad de riesgo mundial. Pues bien, los técnicos dijeron al principio: La probabilidad de que esta sustancia aparezca en las aguas freáticas es prácticamente nula. Por tanto, pongamos el valor límite extraordinariamente bajo para generar la correspondiente confianza entre la población. Pero su suposición resultó falsa, pues con el empleo intensivo de este protector de plantas aparecieron sustancias residuales en el agua potable. Y se dijeron entonces:Vaya, hombre, el peligro para la salud aparece sólo en el valor límite XYZ; por tanto, subamos simplemente el valor límite para, de esta manera, solucionar el problema planteado. Razonaban desde la lógica de la racionalidad técnica, o de la racionalidad de la medicina, y no cayeron en que, con un ajuste de valores límite...
J. W.: ...un ajuste en función de sus intereses crematísticos...
U. B.: ...exactamente, hicieron lo peor que podían hacer en cuanto a mantener viva la confianza de la población. En efecto, cuando en determinadas circunstancias se elevan los valores límite, entonces se pone al descubierto que, mediante unos cuantos ajustes, se está pretendiendo ocultar lo que se hace. Y la racionalidad técnica que induce a realizar semejantes actos fallidos produce exactamente el efecto contrario. Juega peligrosamente con la confianza, que tan necesaria es para las buenas relaciones entre las empresas y la población, las empresas y los consumidores, y las empresas y la opinión pública.
J. W.: En este mismo orden de cosas se puede citar otro ejemplo más, que a mí me ha llamado mucho la atención. Creo que en Baden-Württemberg se introdujo la tasa de un pfennig por el agua. Y ello porque los agricultores, fuertemente subvencionados, sobreabonaban la tierra de manera sistemática. La cosa pasó a las aguas freáticas, es decir, que se contaminó el agua potable, y entonces no se hizo pagar los platos rotos a los causantes de la contaminación, que eran claramente identificables. El Estado no quiso reconocer su parte de responsabilidad —había procurado a los campesinos el medio de abono subvencionado y, con ello, la posibilidad de sobreabonar para producir rendimientos aún mayores, que a su vez hacen que las montañas de trigo, las montañas de mantequilla y los mares de leche se vuelvan aún más voluminosos—, sino que hizo pagar a la generalidad de la gente los costes adicionales derivados de la limpieza y filtración de aguas freáticas.
U. B.: Lo cual demuestra que, a la hora de abordar estos riesgos, con los que va asociada automáticamente la cuestión de la responsabilidad cuando éstos salen a la superficie, el problema de la responsabilidad se puede bloquear de manera sistemática. En efecto, la fragosidad institucional está organizada de manera tal que los que debieran declararse responsables acaban declinando toda responsabilidad. Uno de los aspectos interesantes de este diagnóstico del riesgo es que tenemos que vérnoslas con una irresponsabilidad organizada en el sentido de que todos los instrumentos que ha desarrollado la primera modernidad para producir imputabilidad y responsabilidad, y repartir los costes correspondientes, en las condiciones de riesgos globalizados obligan a la gente a dirigirse y a apelar a distintas instancias, las cuales se suelen lavar las manos; Con eso no tenemos nada que ver, o: Somos simples mandados en todo este asunto, con lo que ya no hay manera de determinar responsabilidades.
J. W.: La pregunta que se plantea entonces es la siguiente: ¿pueden los riesgos seguir siendo imputados?, ¿cómo, si no son imputados —cosa que impide precisamente el Estado para garantizar su legitimación—, se pueden repartir de manera conveniente? La responsabilidad de los riesgos debe repartirse de la mejor manera posible para asegurar puestos de trabajo; éste es un objetivo prioritario, se nos ocurre a cualquiera, para avanzar sin trabas en el proceso de modernización, etcétera, etcétera. Todo esto son accesorios legitimadores del Estado, pero que entran en conflicto con los crecientes riesgos resultantes. Por tanto, el Estado debe de alguna manera hacer frente a los posibles riesgos, aunque sólo sea maquillaje.
U. B.: Pero esta estrategia política de la difusión de los riesgos es peligrosa porque puede acarrear conflictos de riesgo. Éstos surgen precisamente por revelarse insuficientes todas las disposiciones institucionales. Puede incluso ser políticamente contraproducente, pues estos conflictos inducen a procesos de aprendizaje en los que queda de manifiesto que la negación del Estado y la negación del derecho están como preprogramadas en estos conflictos.
Pero la pregunta que usted plantea sobre cómo podemos hacer frente de otra manera, es decir, políticamente, a estos conflictos, está, por supuesto, sobradamente justificada. Existe toda una serie de respuestas que sólo apuntan a complejos de riesgo individuales. ¿Cómo evitar, por ejemplo, el riesgo de las vacas locas? En tales ocasiones se nombran determinadas condiciones o circunstancias, entre las cuales aparece previsiblemente este riesgo. O, dicho de otra manera: ¿cómo podemos reducir determinados peligros medioambientales, las catástrofes climáticas y otros desastres por el estilo? Pero esto queda en pura cosmética, pues el nuevo tipo de riesgos nos está acechando detrás de la siguiente esquina del futuro. Nosotros sólo reaccionamos a los riesgos producidos en el pasado tratando de desarrollar ciertamente una política, pero que luego se revela impracticable. Al mismo tiempo se producen nuevos riesgos que vuelven a sustraerse a este esquema institucional. Repare, por ejemplo, en el hecho de que las nuevas y poderosas tecnologías del siglo XXI siguen ocultando unos riesgos de proporciones inimaginables. Con técnica genética, la nanotecnología y la robótica estamos abriendo una nueva caja de Pandora, hecho del que, al parecer, apenas si nos damos cuenta. La manipulación genética, las tecnologías de la comunicación y la inteligencia artificial, que, además están mutuamente interrelacionadas, apuntan —como ha dicho al respecto también el gurú de la informática Bill Joy, con una resonancia internacional— a tres potenciales peligros: se revolucionan a sí mismas sin cesar, son universalmente utilizables y, en cuanto tecnologías basadas en el saber, sólo exigen los conocimientos correspondientes, los cuales, como ocurre con el uranio para la construcción de un arma atómica, se pueden restringir considerablemente. Así, podría producirse una peste genética que amenazara a determinadas poblaciones durante unos tiempos de incubación más largos; es decir, una minibomba atómica producida con técnicas genéticas para cada cual sin que de ellos se derivaran grandes gastos. Y esto no es más que un ejemplo.
Por eso me parece tan importante una política que, como dijo Marx, ataque el problema en la raíz. Y la raíz es, en este caso, lo que yo denomino las relaciones de definición de los riesgos. Para empezar, debemos tener presente que, en última instancia, los riesgos no se pueden considerar objetos propiamente tales. Como ya hemos dicho, éstos no son manifiestos, se hurtan a la percepción sensorial. Son constructos sociales que se establecen básicamente según las estimaciones de expertos y contraexpertos, así como mediante posibles relaciones de causalidad, el reparto de costes y el establecimiento de responsabilidades. Son constructos cognitivos y, por tanto, en cierto modo inseguros. Estos constructos se apoyan en unas relaciones de poder determinadas que, por su parte, se fijan en el sistema científico y jurídico. Según mi análisis personal, son relaciones de definición.
El concepto de relaciones de definición es paralelo al de las relaciones de producción, empleado por Marx. Las relaciones de producción se refieren a la interdependencia en la producción entre empresarios y trabajadores. Las relaciones de definición, por su parte, determinan las relaciones de poder con respecto a la definición de los riesgos. Las relaciones de definición se fijan, por ejemplo, contestando a las siguientes preguntas.
¿Quién decide, a la vista de la complejidad y contingencia del saber, así como de la dificultad de las presunciones de causalidad, lo que es una causa y lo que no lo es? ¿Qué normas se pueden establecer a tenor de esto? ¿Qué interpretaciones de causalidad se consideran válidas?
Concretaremos con un ejemplo la importancia de esta argumentación. En Japón, se han apartado de la estricta presunción de causalidad, y se han dicho: Para el reparto de las responsabilidades y los costes, aceptamos unas correlaciones estadísticamente establecidas. Cuando en una región determinada surgen determinadas enfermedades con una frecuencia estadísticamente determinada, y al mismo tiempo se puede decir que estas enfermedades están a su vez causadas, o “concausadas”, con una frecuencia estadísticamente determinada, por la fabricación de determinados productos verificables en esta región, esto lo podemos considerar entonces como un riesgo asumido, que acarrea las correspondientes responsabilidades y costes para las empresas. Por tanto, ya no se necesita aducir en cada caso particular la prueba causal, sino que basta con unas correlaciones estandarizadas. Si se implantara a nivel mundial esta regulación, el cuadro variaría considerablemente. Para empezar, las empresas de las que se tuviera constancia que producían determinados daños con sus productos, deberían realizar las debidas indemnizaciones. Esto entrañaría también una Reforma de la ciencia, de la lógica científica, la cual debería abordar, de manera metódico-reflexiva, las consecuencias aparentemente imprevisibles de la investigación científica (véanse pág. 203 y sigs.).
J. W.: Pero esto presupone lo que hasta ahora hemos tratado de evitar, a saber, que podíamos asegurar los riesgos de la primera modernidad. Esto fue un acuerdo en el plano del derecho privado, pero que, como hemos dicho anteriormente, no funciona con los riesgos de la segunda modernidad. Así pues, si adopto la regulación japonesa, estoy politizando lo que antes se consideró apolítico a plena conciencia.
U. B.: Sí, esta repolitización abre —podríamos decir con Günter Grasso Theodor Fontane— un campo muy vasto. Pero con ello introducimos al mismo tiempo una cierta despolitización, al menos a largo plazo. En efecto, para que una población en la que se ha impuesto la creencia de que determinadas enfermedades pueden ser achacadas a determinadas causas industriales, con esto se establece una relación de confianza. El individuo ya no tiene necesidad de aducir pruebas inaducibles. Los grupos afectados ya no tienen necesidad de soportar solos los costes de determinada enfermedad, sino que pueden contar con indemnizaciones estipulables. Éstas deben correr a cargo de determinadas compañías, que ya no pueden seguir rigiéndose por el lema Los beneficios se privatizan, pero los riesgos se socializan, sino que deben asumir la debida responsabilidad. Se reacciona, así, finalmente a la nueva y compleja lógica estableciendo una nueva forma de contrato de seguro para una región determinada.
J. W.: Sí, pero para llegar hasta ahí, hay que superar antes el conflicto político.
U. B.: Y este conflicto podría acarrear otros conflictos, tal vez producir incluso una reacción en cadena.
J. W.: O sea, que la cosa no es tan fácilmente imaginable.
U. B.: Pero los conflictos de riesgo producen politizaciones involuntarias. Así radica el quid de la cuestión —política e intelectualmente—, Así se contesta, a mi entender , a la pregunta acerca de la pérdida del sujeto político, que tantos lloran. Existen conflictos de riesgo que no se dejan encerrar y domesticar con facilidad y que se abren involuntariamente desde dentro a un espacio que es aparentemente hormigón. Ésta sería una posible manera de poner al descubierto y modelar las distintas relaciones de definición.
Otro ejemplo lo podría proporcionar algo de lo que ya hemos hablado anteriormente; una redefinición del principio de causación. Es decir, que en lo sucesivo no recaiga la carga probatoria de la causación exclusivamente sobre las espaldas de los afectados, pues, dadas las circunstancias, ya no están en condiciones de aducir esta prueba —toda vez que son los más débiles de toda la cadena—, sino que al menos una parte de la carga probatoria recaiga en los potenciales causantes. En caso de duda, éstos deberían demostrar que no son —o que con gran probabilidad no son— los culpables.
Naturalmente, es tan difícil probar que no hemos sido como que sí hemos sido. Debemos encontrar un estadio intermedio, pero procurando que la cuota de la carga probatoria recaiga con mayor fuerza en los causantes, y no en los afectados. Lo que quiero decir con esto está bastante claro; debemos trasladar a la segunda modernidad la solución que encontramos en la primer modernidad, por lo que a las relaciones de definición respecta. De este modo, podremos alcanzar dos metas distintas: en primer lugar, reprogramar el derecho y la política de la negación institucionalizada según la previsión institucionalizada, y, en segundo lugar, retro-desplazando los costes de los riesgos sobre las empresas, obligarlas a la interiorización de los riesgos, y, con ello, a la prevención de los mismos. Cuando se consiga esto, nuestra relación con el futuro habrá cambiado. Entonces podríamos, por ejemplo, frente a una nueva tecnología, no limitarnos a romper la baraja sin más, como está ocurriendo en el caso de los alimentos transgénicos —para toparnos, tarde o temprano, con el hecho de que las catástrofes pasan o, al menos, que se producen las correspondientes formas de percepción—, sino que deberíamos formularnos la siguiente pregunta, no sólo por interés económico, sino también por amor al prójimo: ¿cuáles son los peores casos que se pueden imaginar, y cómo podemos, por lo que respecta tanto a los patrones técnicos como a los resultantes costes económicos, convivir con las formas de producción de manera que, a lo largo de su desarrollo, podamos siempre dar marcha atrás? Los procesos deberían, por tanto, aplicarse de forma reversible para que la capacidad de aprendizaje estuviera garantizada cuando el optimismo inicial se tuviera que revisar en un momento posterior.
J. W.: También aquí vale, naturalmente —y de este modo pasamos a la fase siguiente— que esto ya no haya que regularlo a nivel de Estado-nación, pues los riesgos no son sólo ubicuos, sino también transnacionales. Son éstos los que han marcado el concepto de la sociedad de riesgo. Tal es, precisamente, el título de uno de sus libros, que por el momento sólo ha aparecido en inglés. Por tanto, también aquí nos enfrentamos —quisiera dejar buena constancia de esto— a una autoglobalización con sus correspondientes consecuencias asociadas, las quiero tener bien presentes en el plano de la crítica...
U. B.: El autor, un individuo que sabe explotar el riesgo global... ¡Está claro!
J. W.: ...que se refugia en una Suiza imaginaria para devorar en forma de muesli los honorarios de sus libros traducidos a quince idiomas distintos... Los riesgos ya no se pueden imputar tampoco a nivel de Estado-nación, en el sentido descrito. Pero aunque encontráramos una regulación a nivel de Estado-nación, y pudiéramos aplicarla políticamente, sería sólo un triunfo virtual, pues el problema es de dimensión global: tenemos que vérnoslas con una sociedad de riesgo mundial.
U. B.: Lo significativo es que esta globalidad de los riesgos se haya llevado a cabo fundamentalmente como una forma de percepción, la globalidad de la que ya hablamos (véanse págs. 30 y sigs.) y que significa sociedad de riesgo mundial. Es decir, que a todos nos afectan estos riesgos, y que todos sentimos que nos atañe considerarlos. No podemos decir que de esto nazca automáticamente un proyecto comunitario. Esto sería una conclusión demasiado precipitada. Pero existe una especie de conciencia de crisis, que se nutre del riesgo y que apunta a una peligrosidad común, una nueva suerte de destino colectivo.
Esta visión, en apariencia bastante corriente, tiene unas consecuencias sumamente concretas e importantes, por ejemplo, para las empresas transnacionales. Si nos paramos a pensar en la manera en que las empresas del sector químico, o de la alimentación, están construyendo sus mercados mundiales, y al mismo tiempo sabemos que hay una cosa a la que éstas temen más que el diablo al agua bendita —es decir, que estos mercados puedan resultarles incontrolables—, entonces reconoceremos el elevado grado de sensibilidad con que reaccionan a las definiciones de riesgo, así como las escasas posibilidades que tienen de producir seguridad a nivel de la sociedad mundial.
Podemos considerar esto con mayor detalle, por ejemplo, en las empresas Shell y Brent-Spar. La Shell quería hundir una plataforma petrolífera en el Báltico, y —detalle también interesante— a tal fin consiguió la comprensión de todos los Estados vecinos. Así pues, los esfuerzos por generar seguridad se orientaron hacia los Estados-nación, a las instituciones que éstos siempre dominan cuando está en juego la seguridad jurídica. Tampoco aquí encontraron especiales dificultades. Pero, como todos sabemos, esta especie de consenso entre la Shell y Gran Bretaña, Alemania y demás Estados se vió frustrado por Greenpeace, que dramatizó este suceso a nivel internacional con gran habilidad y lo transmutó en un suceso policial cotidiano. Así, consiguió influir incluso en la actitud de los consumidores, que empezaron a sentir mala conciencia si repostaban en la Shell y se pasaron, pues, a otras compañías petroleras, como Aral, creyendo así contribuir a la salvación del mundo o, en este caso concreto, al no hundimiento de una plataforma petrolífera en el Atlántico. Vemos, por tanto, cómo, por una parte, las empresas transnacionales deben su superioridad respecto a los Estados-nación a sus formas de acción desterritorializadas (véanse págs. 89 y sigs.). Pero, para poder poner en marcha unos mercados transnacionales, adoptan, por otra parte, los viejos planteamientos jurídicos de los Estados-nación. Sin embargo, en el caso de la Shell esto no les sirvió para nada, como todo el mundo sabe, pues la plataforma petrolífera no fue hundida en el Báltico, cediendo así al movimiento de boicot. A pesar de la aprobación de los Estados-nación, la Shell se vio obligada por Greenpeace a hincarse de rodillas.
Tal como están, pues las cosas, los Estados-nación no pueden generar seguridad en la constelación de las sociedades mundiales. Además, tampoco está muy clara la situación jurídica exacta en este espacio transnacional. Los agentes opuestos a las empresas son las ONG —es decir, las organizaciones no gubernamentales—, como, por ejemplo, Greenpeace, que, como hemos visto, ha sabido abrir, con bastante tino, por cierto, el corro del juego del poder transnacional y actuar con total independencia tanto respecto de los Estados como de las multinacionales. El hecho básico de la no existencia de un Estado mundial, hecho que las empresas rentabilizan para la maximización de su posición de poder, se convierte repentinamente en la constatación de que no existe seguridad jurídica transnacional en todos los ámbitos y de que, al menos hasta ahora, los Estados-nación tampoco están en condiciones de generar esta seguridad omnicomprensiva. Lo cual abre un abanico de posibilidades de influjo en la opinión pública mundial, que se moviliza a través de unas organizaciones de consumidores que actúan con sofisticados medios de comunicación, y hace también que las empresas aparezcan a veces como si de forajidos (o fuera de la ley) se tratara. Esto es, por supuesto, una exageración; pero lo cierto es que estas empresas, en su proceso productivo, no pueden apelar a un estatus jurídico concreto, lo que significa que han quedado relativamente desprotegidas si se piensa en el gran prestigio, en la gran legitimación, de que gozan actualmente los movimientos ecologistas y los movimientos de consumidores a nivel mundial. Los movimientos de consumidores pueden herir a las multinacionales en el talón de Aquiles, pues sabido es que éstas obtienen sus grandes beneficios vendiendo a gran escala, a escala mundial.
Esta dialéctica significa que, en el espacio transnacional, las empresas se están viendo obligadas a adoptar distintas estrategias. Unas veces intentan enfrentarse a los movimientos sociales, conculcar las definiciones de éstos, para poder así perpetuar sus viejas prácticas. Pero con esto corren graves riesgos, pues actúan en un vacío de legitimación que puede desembocar incluso en el desplome de los mercados bursátiles, hecho éste que puede verse acelerado por las correspondientes iniciativas de los movimientos ecologistas. Otras veces, tratan de llegar a un acuerdo de algún tipo con estos grupos para, de este modo, generar nuevas seguridades. Pero, en la medida en la que hacen esto, se ven obligados a seguir determinados patrones medioambientales y a someterse, por tanto, cada vez más a los correspondientes controles.
No pretendo decir con esto que vaya a surgir una dinámica que desemboque automáticamente en la modificación de las pautas medioambientales y laborales —en el sentido de un trabajo más digno— y en otros aspectos parecidos del mundo empresarial. Pero sí se puede ya observar cómo el espacio transnacional está desarrollando una lógica y una dinámica propias, que hacen que unos mercados aparentemente superpotentes tengan que soportar permanentemente la potencial acusación de movimientos ecologistas legitimados, que ya no dudan en utilizar las actuales lagunas jurídicas para arrancar unas concesiones de gran consideración.
J. W.: En la imagen utilizada por usted hay también, no obstante, algunas matizaciones que hacer. Pondré un ejemplo muy sencillo. Si la Shell, pongamos por caso, hubiera querido hundir una plataforma petrolífera en el golfo de Guinea, posiblemente otro gallo hubiera cantado. Fue determinante la proximidad, el Báltico, un entorno en el que existe una conciencia muy desarrollada que reacciona enérgicamente en materia de medio ambiente. Pensemos, en cambio en la lejana África; por ejemplo, en Nigeria, donde la producción petrolífera hace que se contaminen sistemas fluviales enteros, cuyo pescado da de comer a mucha gente. Si a los habitantes del lugar se les ocurre oponer resistencia, porque el pescado ya no se puede comer, son automáticamente reprimidos, o trasladados a otro lugar, según el eufemismo técnico al uso. Pero esto no parece irritar a la opinión pública mundial. Y, abundando en el tema, ¿qué compañía petrolera se halla instalada en Nigeria, la Shell o la BP? Tanto monta, monta tanto. La gente no dice: Pues ahora no voy a repostar con la BP o con la Shell, porque es pobre, no puede comer ni siquiera pescado, padece hambre y otras muchas cosas más. Esto significa que la industria puede seguir encontrando en el globo numerosos puntos donde afincar sus producciones de riesgo, que aquí, en la parte septentrional del globo —y sólo en algunos países—, repugnan a la conciencia mundialista.
U. B.: Eso es en parte cierto, pero sólo en parte, pues, en la actualidad, los riesgos se han vuelto básicamente tematizables, con independencia del lugar.
Varios colegas y yo hemos tratado de desarrollar un libro de recetas político, en el que se muestra cómo los riesgos se dramatizan de manera que conduzcan a las deseadas consecuencias políticas. Pero no está claro cómo se produce esto realmente. Y —volviendo de nuevo al ejemplo de la Shell— creo que el punto decisivo posiblemente no sea el Báltico, sino el hecho de utilizar el proyectado hundimiento de una plataforma petrolífera para criminalizar en público dicho proyecto. Es la traducción a un universo simbólico de la percepción culturalmente relevante, prerrequisito esencial para que tenga éxito, o no, una dramaturgia del riesgo. Debe aparecer como escándalo, por así decir, en el propio espacio vivencial, y producirse como una injusticia con relación a la propia conducta, a lo que le está a uno permitido o prohibido. Al mismo tiempo, debe ser utilizado por todas las malas conciencias, presentes pero latentes, por los peligros ecológicos, que han acabado universalizando este problema mediante la moralización para extraer de aquí un movimiento de protesta. Y, para captar bien otro aspecto, se debe dar una clara alternativa de acción simple. En el caso de la Shell, fue esto lo que ocurrió. Como se oye decir, uno podía creerse ecológicamente concienciado repostando en Aral o Esso, y, sin embargo, conducir tan campante por la autopista a ciento ochenta kilómetros por hora. Así pues, se contribuía a la salvación del mundo y se podía seguir en vivo sus efectos en la televisión como un apasionante combate de boxeo entre los poderosos y los desposeídos. Aquella acción tuvo unas consecuencias políticas inmediatas. En aquel escenario se representó una obra que hablaba, por una parte, del debilitamiento del hombre de Estado y de los Goliat multinacionales, y, por la otra, del fortalecimiento de David.
Tales elementos conforman el telón de fondo sobre el que puede tener éxito o no una dramaturgia. Es decir, que fueron esta interactuación y esta compaginación de una serie de factores completamente diferentes, y no la distancia como tal, las que consiguieron finalmente dar el pistoletazo de salida. Para la politización de los escándalos de riesgo es esencial esta nueva independencia respecto del lugar, o de la distancia. Esto lo podemos ver en el movimiento de resistencia a la globalización. Durante mucho tiempo se creyó que este fenómeno o proceso no era en modo alguno politizable, pues, ¿dónde tenía lugar realmente la globalización? En todas partes y en ninguna parte. Es decir, que no existe ningún lugar en el que se puedan agudizar los conflictos. Pero, tras el evento mediático mundial de Seattle, se descubre de repente que ocurre precisamente lo contrario, a saber, que la globalización es de hecho politizable por doquier. Si la Organización Mundial del Comercio, o cualquier otra organización globalizadora transnacional, tiene programado reunirse en el futuro en algún sitio, éste será, a no dudarlo, el punto de partida de la protesta de turno. Se puede decir que esto se ha ya casi institucionalizado, de tal manera que, en el avance informativo de los sucesos, la prensa mundial espera unas protestas que a su vez van a ser eficaces por ese mismo hecho. El aspecto político latente de la sociedad de riesgo mundial estriba en la indeterminación geográfica de tales conflictos. Estos <> deben ser sin duda unos destacados dramaturgos, saber pulsar las cuerdas culturales precisas y saber también suministrar a los medios de comunicación unas historias escenificadas en vivo.
J. W.: Pero la sociedad global, la sociedad de riesgo mundial, no logrará tener un concepto reflejo de sí misma hasta que no se categorice a sí misma como sujeto político, hasta que la fascinación que usted ha descrito no se transforme en un compromiso político, en un reto político, hasta que estos conflictos no conduzcan a una politización permanente de los fascinados y de los afectados, es decir, prácticamente de todos. ¿Se puede decir esto?, ¿es todo el mundo capaz de pensar políticamente?, o ¿sólointeresa esto a un pequeño número de gente, que sería capaz de politizarse?
U. B.: Lo decisivo es que la politización del riesgo —como dicen los politólogos— está ante todo limitada a single issues y es temporal. Lo que significa que sólo hay unos cuantos temas concretos que están a corto plazo en el candelero, en boca de todos. Se trata de saber si esto se podría volver permanente. Debería existir una forma de activación transnacional que fuera plenamente correcta y que se pudiera también traducir en unas formas reflexivas, en un autoconciencia, en organizaciones políticas que no sólo surgieran ad hoc, sino que se institucionalizasen, que ofreciesen soluciones duraderas. Es cierto, los eventos mediáticos tienen naturalmente un carácter pasajero, y, cuando ellos callan, el problema vuelve a desaparecer.
J: W.: Pero entonces llega la siguiente contaminación de la semana...
U. B.: ...que tiene incluso consecuencias paradójicas. Cuando hay demasiadas la siguiente contaminación de la semana, un buen día deja de haberlas, pues ya nadie se alarma realmente. Los eventos mediáticos producen también estos fenómenos de devaluación, y, sin embargo, cuando menos se espera irrumpen de nuevo en algún lugar con renovado ímpetu.
Conviene ir desinflando poco a poco estos efectos de devaluación, y no sólo evocando la utopía negativa, que puede darse aquí, sino preguntándonos más bien: ¿qué hacer para que se inicie un proceso en el que haya cada vez más conciencia y reflexividad y, con ello, también una posible actuación política?, ¿cómo podemos representarnos esto? Es importante tener presente que las empresas, las organizaciones de comercio internacional, los poderes centrales, etcétera, disponen de extraordinarias oportunidades de influjo en los ámbitos transnacionales, pero están prácticamente deslegitimadas. Luego está la respuesta estándar de carácter económico, pero ésta no convence, o, en cualquier caso, sólo en parte; es una variante más de la simple gestión del poder, y la legitimación política se produce a través de unas instancias a las que no tienen casi ningún acceso, o que niegan incluso. Inversamente, ocurre que los movimientos transnacionales disponen de una elevada cota de legitimación, y ello no en el sentido de que estén democráticamente legitimados de por sí, sino en el de que son unos movimientos al estilo Robin-Hood. Si, por ejemplo, preguntamos a cualquier joven cuáles son los agentes políticos que más valoran, a este tipo de agentes les darán la nota más elevada. Esto significa que existe una paradoja entre el poder y la legitimidad en el ámbito internacional. Se opone mucho poder y poca legitimidad. Es un interesante equilibrio inestable que alguna vez debería inclinarse claramente de un lado. Ahora estamos sólo al principio de esta dinámica, en la que las consecuencias sólo se van atisbando de manera paulatina.
Este equilibrio inestable entre legitimación y poder representa un considerable potencial de politización. Hasta ahora, los Estados han jugado un papel relativamente neutral a este respecto, pues en buena parte han seguido haciendo de autorrectificadores. Han adoptado la ideología neoliberal en buena parte para estar presentes en el juego de poder transnacional. En la medida en la que se impongan los Estados y partidos políticos que quieren construir y apuntalar al Estadoen este juego de poder de la sociedad mundial, podremos ver que el Estado, que —en cualq uier caso como Estado democrático— posee unas especiales posibilidades de legitimación y de influjo, puede ejercer una nueva función de control frente a las empresas. En la medida en que el Estado juegue a esta última carta, ganará también una nueva posición de poder en el espacio transnacional.
Se trata solamente de constelaciones de partida. Ahora se trataría de, mediante los conflictos de riesgo, trasladar los procesos de aprendizaje a ellos asociados a las estructuras institucionales. Conviene volver la mirada al modelo de las conferencias <> a las que venimos asistiendo desde la cumbre sobre medio ambiente celebrada en Río de Janeiro en 1992, con objeto de plantar la semilla para un governance-free ecológico, como dicen los ingleses, es decir, una gobierno sin gobierno, que se pertreche con su potencial de poder frente a los agentes individuales. Ésta es sin duda la gran sorpresa de estas conferencias <> en el ámbito de los conflictos medioambientales. Río abogó por que se reconocieran globalmente los problemas medioambientales como problemas globales. Estados Unidos puede decir, si quiere <>. Pero en las conferencias internacionales están entre la espada y la pared. Ciertamente, son libres de ejercer su poder; pero, en cuanto a legitimidad, son underclass. Esto supone también, por cierto, un mal trago para los políticos estadounidenses siempre que tienen que abandonar Washington en dirección al lugar de la conferencia.
La segunda sorpresa es que estas conferencias por entregas pueden acabar teniendo frente a los gobiernos cierto carácter vinculante, por mucha pluralidad que hay. Hasta ahora, esto sólo lo habíamos visto en el caso de las instituciones económicas, que pueden imponer una política de liberalización en contra de los Estados-nación. Por ahora sólo existen pequeños conatos en cuanto a homologar las pautas medioambientales, y poder aplicarlas también en contra del egoísmo de los Estados-nación, a base de controles recíprocos; pero esto no deja de ser un hecho sensacional en el terreno de la ciencia política, cuyas consecuencias no debemos infravalorar de cara al futuro.
Si miramos más de cerca estas conferencias en serie, nos llamará la atención la decepción de la opinión pública sobre el hecho de que en ellas no ocurra nada. Se lanza una acusación universal en el sentido de que no se respetan las normas, de que cada cual va por su lado. Pero, en cuanto politólogos realistas y sociólogos cínicos, debemos constatar al mismo tiempo que, de conferencia en conferencia, la red de normativas está cada vez más entramada, al tiempo que aumentan los controles y los mecanismos de control y de coacción. No cabe duda de que está surgiendo un sistema de normativas con poder ejecutivo respecto a los Estados –nación que incumplen las normas. Aquí se barrunta un vía que, junto con la sensibilización de la opinión pública, la implantación de definiciones de riesgo y un cambio en las normativas vinculantes para cada Estado individual, al menos permita ir viendo poco a poco cómo se puede institucionalizar el proceso de reflexión de manera políticamente reflexiva.
J. W.: Con otras palabras, que vemos aquí unos fenómenos que se podrían describir, a la manera clásica, como configuradores de una Ilustración. En la medida en la que aumenta mi conciencia de riesgo, es decir, la conciencia de que existe un riesgo real, me estoy preparando para modificar mi actitud.
U. B.: La sociedad de riesgo la dividiría yo ahora, con la vista puesta en la segunda modernidad, en dos fases diferenciadas. La primera es aquella en la que la sociedad aún se define como sociedad industrial, como sociedad industrial del Estado-nación bajo el primado del optimismo del progreso y niega todos los riesgos, es decir, se le exige formular definiciones de riesgo pero decide negarlas sin más y seguir actuando como si tal cosa; pero con esa actitud no evita que se sigan produciendo nuevos y graves riesgos. Asistimos a una especie de conciencia escindida, de esquizofrenia institucionalizada. En la percepción pública siguen dominando el consenso para el progreso, la producción industrial, la seguridad del puesto de trabajo y la producción de riqueza, mientras que todo lo demás es sistemáticamente negado. Pero esta negación de los riesgos se convierte en su mejor caldo de cultivo: los riesgos florecen y se desarrollan como nunca. Consiguientemente, estamos ante la constelación de la que surge también una maximización de los riesgos globales.
La segunda fase es aquella en la que tiene lugar la conciencia de riesgo, es decir, en la que la conciencia de progreso se ve resquebrajada. Aquí parece como si las acusaciones se hubieran desplazado —es decir, el que acusado—, o incluso también invertido. En la primera constelación está aún el que celebra la dramaturgia del riesgo, es decir, que señala con el dedo los riesgos, el acusado que finalmente es condenado como una persona histérica; mientras que en la segunda situación los roles están tan claros. Potencialmente, sobre la industria pesa una acusación pública, y se halla casi universalizada la sospecha de que fabrica productos o anuncia medidas de seguridad que no puede cumplir. Y en cada noticia nos esperamos lo peor.
La percepción del riesgo sigue a la trompeta del progreso como la sombra a la luz; es decir, que no podemos pensar cosas positivas sin riesgo de pensar al mismo tiempo en lo que ocultan las apariencias.
Actualmente, pensamos incluso más en los riesgos aún no producidos que en las consecuencias positivas. El lado opuesto nos habla de tintas negras y de nuestros propios bloqueos. En este estadio sale a relucir lo que nunca dejó de existir en la definición del riesgo y el conflicto del riesgo.
Podemos considerar todo esto como una constelación reflexiva en la que la sociedad de riesgo se presenta de manera implícita como una sociedad autocrítica, en la que la crítica no sólo se ejerce en casos concretos, sino como principio inspirador. Aquí entran aquellos que nadie habría supuesto —entre nosotros, estarían los políticos de todos los partidos—, incluida también las Casandras de la sociedad, para probar que, de seguir las cosas en la misma línea, la decadencia hará pronto su aparición. Por tanto, unos actores sociales altamente legitimados y no sólo grupos marginales, agentes principales de la modernización en los campos de la política, la economía y las ciencias, se convierten en abogados de los efectos asociados negativos de aspectos aparentemente progresivos.
Esto significa una institucionalización de la reflexividad política, que, por los demás, es en sí nuevamente ambivalente. Hay que prestar especial atención para no sacar de esto ahora una conclusión demasiado positiva, pues las instituciones siguen bloqueadas en el segundo estadio, no ocurre nada realmente, no se puede decir que estén teniendo lugar reformas sólidas y profundas, sino todo lo contrario. Después de haber intentado dominar históricamente el debate sobre la energía nuclear, y de bajarnos del tren de la energía nuclear, se vende ahora como la industria del futuro, con gran despliegue informativo y con la participación de los mismos actores, la técnica genética. Y esto ocurre sin ninguna medida de prevención, dando la espalda a los conocimientos que entre tanto hemos ido reuniendo, y basándonos en los cuales podremos decir: lo que ha de salir mal saldrá mal si esta tecnología se extiende por doquier y se inaugura, así, el siguiente escenario. Como consecuencia, la deslegitimación política seguirá ganando terreno y, con ello, se dan todas las facilidades del mundo a los potenciales flautistas de Hamelin.
J. W.: En el fondo, éste es —simplificando un poco— el viejo juego dialéctico: la crítica engendra la crisis, que a su vez reclama una nueva crítica, la cual destierra la crisis y crea nuevas condiciones que luego vuelven a desembocar en otra crisis a causa de la crítica, y así sucesivamente. Pero existe la probabilidad de no incurrir en spenglerismos y de no dar la razón a los profetas de calamidades, a los escenógrafos de decadencias y atolladeros; hay motivos fundados para ir más allá de esas críticas, de esas crisis y de esas conciencias de riesgo en pos de una especie de sociedad cosmopolita que se constituya como respuesta a la sociedad de riesgo mundial.
U. B.: Sin duda, y en este punto conviene tener presente una vez más el carácter específico del concepto de riesgo. Los riesgos se deben diferenciar claramente de las catástrofes; son catástrofes que aún no han hecho su aparición. Los riesgos no son partes del seguro, sino posibles <> del seguro. El concepto de riesgo es un concepto de posibilidad. Y la dramaturgia de los riesgos obedece a la lógica de que ahora, en el momento presente, queremos, y debemos, convertir algo en un tema que impida lo que se barrunta como escenario catastrófico. La lógica de la dramaturgia del riesgo es, por tanto, la profecía que se contradice a sí misma. En realidad, cuando la catástrofe ya está ahí no se necesita ninguna dramaturgia del riesgo.
Los que muestran y barruntan riesgos son los que emplean todos los medios para que, en el estado presente, algo cambie y se impida lo que ellos representan como posibilidad. La dramaturgia del riesgo tiene, por tanto, unos efectos esencialmente positivos, por oposición a lo que suponen los críticos de la dramaturgia del riesgo. Esta apuesta por la acción preventiva, por la anticipación de la responsabilidad en el presente para impedir lo que se barrunta en el futuro. Y los que activan la fe en el progreso para demonizar esta dramaturgia del riesgo son precisamente los que ponen en marcha el spenglerismo, pues tratan de impedir una conducta y una acción que posiblemente corte el paso a la catástrofe. Esto se puede traducir en unos criterios bien sólidos.
Alemania es, a causa de sus conciencia del riesgo particularmente sensible, la nación exportadora de tecnología medioambiental. La tecnología medioambiental debe sus mercados nacionales, y probablemente también sus mercados mundiales, a la dramaturgia del riesgo. Ésta produce sus propios mercados, unos mercados obligatorios que son particularmente interesantes en el plano financiero considerando que determinados individuos, empresas o Estados se pueden ver obligados a realizar inversiones por motivos de seguridad respecto a la población. No existen mercado libres, pues, si se deben seguir determinadas pautas, también se deben emplear determinadas tecnologías.
Ésta es, por cierto, una de las grandes sorpresas con que me he enfrentado al realizar mi análisis de la sociedad de riesgo. Yo siempre he creído que, en algún momento, el capital, con el que solemos asociar unas perspectivas pesimistas, sacaría partido también de la sociedad de riesgo para, con su habitual sofisticación, construir nuevos mercado de riesgo. Pero la gran industria se muestra tan ciega a la innovación y tan inmovilista que, paradójicamente, sigue denominado la conciencia de riesgo como una conciencia que le impide acometer innovaciones. Ésta es una de las mejores pruebas, desde mi punto de vista, de cuán escaso es el potencial de innovación de las industrias alemanas, y otras, pues ¡naturalmente que podemos crear nuevos mercados, sectores industriales y crecimiento económico con ayuda de la definición de riesgo! La suposición de que esto es un impedimento para el desarrollo de los mercados es una absoluta memez.
Pero volvamos a la lógica específica del concepto de riesgo, que en definitiva representa el último patrón de percepción en la politización de una sociedad, de una politización involuntaria que pueda impedir lo que aquí se nos pronostica. Yo estoy convencido de que lo que llevamos de historia de la sociedad de riesgo y de discurso sobre el riesgo posibilita al menos dos interpretaciones. Una es la pesimista, es decir, la de que, vistos el retraso temporal y la escasa capacidad de acción que hasta ahora hemos demostrado respecto a la sociedad de riesgo mundial, nos estamos arrastrando hacia la catástrofe definitiva. A esta interpretación nos acercamos en la medida en que esencializamos los riesgos de una manera a-sociológica y los naturalizamos. Entonces se nos echa el mundo encima, pero sin percibir lo fuertemente arraigada que está en nuestra cultura esta forma de percepción y de interpretación de los riesgos.
La otra manera de interpretar la sociedad de riesgo es viéndola como una situación en la que debemos decidir sobre la existencia, no del individuo sino de todo el género humano, sabiendo —o, mejor dicho, sin saber— que no podemos tomar en absoluto esta decisión. La fecha de nacimiento de esta sociedad de riesgo se puede fijar en la conmoción del físico nuclear ante las consecuencias políticas de la fisión nuclear. Esta conmoción produjo una especie de autoesclarecimiento, fundó la reflexividad. Si echamos un vistazo a la historia, relativamente breve, de la sociedad de riesgo y pensamos en lo difícil que es aplicar procesos de aprendizaje, vemos que entonces no resultaba nada fácil suponer que lo que en un primer momento fue ridiculizado como un fenómeno alemán, es decir, un movimiento ecológico, iba a terminar como una autocomprensión global, con sus instituciones respectivas, un reparto de deberes de justificación, una mayor legitimación de las instancias capaces de imputación judicial y muchas otras cosas más. De lo que se puede concluir que ya hemos dado un paso considerable en la reflexividad y que, posiblemente, también hemos anticipado ulteriores desplomes institucionales de racionalidad —propios del Estado nación—, susceptibles de desembocar en unas instituciones transnacionales. Si ponemos ambas cosas en la misma balanza, en mi opinión hay sobrados motivos para un optimismo pesimista o para un pesimismo optimista, del que no me duelen prendas en profesarme seguidor.
J. W.: Esto parece indicar que el concepto de riesgo hace tiempo que ha escapado de su reducto original —la domesticación técnica de los sucesos en el recinto de la industria y de la investigación— para impregnar a toda la sociedad. ¿Cómo lo ve usted?
U. B.: Por mi cabeza ronda frecuentemente la pregunta de por qué de repente todo el mundo se ha puesto a hablar del tema del riesgo. No deja de ser curioso que la idea básica del concepto de riesgo y de la sociedad de riesgo —hacer previsibles consecuencias imprevisibles, prever y controlar lo que básicamente no podemos controlar ni conocer— sea una de las ideas básica de la modernidad, una situación básica en el proceso de modernización, y que esta idea básica sea empleada en un número de ámbitos cada vez mayor con todas las cuestiones a ella anejas. En este sentido, tal vez deberíamos ampliar también el concepto de riesgo a las biografías, a los problemas con que se enfrenta la gente dada la imprevisibilidad del mercado laboral, de las cuestiones materiales, de la separación matrimonial, la enfermedad, la paternidad/maternidad, etcétera. También casarse es sin duda un riesgo, a la vista de la frecuencia con la que la gente se separa. En cualquier caso, también conviene diferenciar en qué medida la gente está en condiciones de hacer previsible lo imprevisible. Ya hemos encontrado en otro lugar una diferenciación parecida entre atomización e individualización (véanse págs. 78 y sigs.). Sin duda tenemos que vérnoslas con unas biografías más o menos de riesgo, incluso en la clase media, de la que ya no podemos decir con seguridad que puede controlar las circunstancias en las que viven sus integrantes. Se están abriendo asimismo nuevos campos, por ejemplo, en política internacional, en la que todo se vuelve cada vez más complejo, y por tanto surgen riesgos incalculables.
Pero el teatro de acción quizá más interesante e influyente es, en mi opinión, el constituido por los riesgos de las corrientes financieras globales. Actualmente, estamos sólo empezando a comprender y a desarrollar una conceptualidad de base de lo que está sucediendo en este campo. En mi opinión, las corrientes financieras —no todas las relaciones comerciales ni las relaciones de producción de la economía, sino sólo estas nuevas transacciones financieras digitales, que mantienen en permanente movimiento a todo el globo en tiempo real, que encumbran durante un tiempo a países enteros para luego volverlos a hundir— representan sin duda una de las dimensiones esenciales de la sociedad de riesgo mundial. También en ellas se puede constatar la incontrolabilidad.
Por eso, la crisis asiática, la crisis de Sudamérica, lo que está ocurriendo en Rusia y las múltiples catástrofes que ya sabemos que van a producirse en un momento u otro del futuro, todo ello lo podemos reducir a esta fórmula que yo propongo: tenemos que vérnoslas con un Chernóbil económico. Así como en la década de los ochenta, en 1986, interpretamos lo ocurrido en Chernóbil según los conceptos de la sociedad de riesgo, también debemos interpretar hoy según estos mismos conceptos el derrumbe de países enteros, sus consecuencias para los más pobres —pero también para la clase media— y el derrumbe de las instituciones de control nacionales —a la vista de los efectos asociados de estas corriente financieras—. Sus características básicas sólo podemos tenerlas presentes en base a las corrientes financieras.
En ambos casos, tanto en el Chernóbil ecológico como en el económico, se trata al mismo tiempo —y en perfecta imbricación— del enjuiciamiento de goods and bads, donde los goods y los bads se diferencian entre sí con mayor claridad en la sociedad de riesgo mundial económica. Hay unos pocos que se benefician de ello, pero hay también grupos de países enteros que quedan marginados y se ven abocados a una situación desesperada.
El segundo aspecto es que también aquí se torna claramente reconocible la irresponsabilidad organizada. En los mercados financieros globales no existe una estructura en la pueda responsabilizarse a un actor de una clase de consecuencias determinada. Incluso podemos decir que la dimensión de la catástrofe aumenta en la medida en que cada vez podemos responsabilizar a menos personas individualmente de tales consecuencias.
En tercer lugar, también como en el caso de Chernóbil, con esto no sólo van asociados unos riesgos económicos, sino que, además, estos riesgos se transforman en riesgos sociales, en riesgos políticos y, entre sus distintos coletazos, como se pudo ver en Asia, en Indonesia, se traducen también en el estallido de conflictos étnicos que hasta entonces se habían frenado mediante compromisos estipulados a nivel del Estado-nación. Se puede observar una concatenación de los efectos asociados, que frecuentemente no son reconocidos como tales por los economistas, pues éstos sólo tematizan el riesgo económico de la sociedad de riesgo mundial, con lo que tienen exclusivamente ante la vista a los distintos agentes del sistema económico.
En cuarto y último lugar se puede ver también cómo se está produciendo una politización involuntaria, una autopolitización. Seguimos propagando la ideología neoliberal, pero, al calor de las catástrofes que se anuncian, o de las consecuencias catastróficas que ya se han producido para grupos enteros de población y de países transnacionales, se plantea con urgencia la pregunta de la responsabilidad, y vemos cómo la unidimensionalidad del pensamiento neoliberal, y de su política correspondiente, se está cuestionando cada vez más entre la opinión pública. Esto no tiene por qué significar necesariamente que ya se haya implantado una política correspondiente, pero la gente no deja de preguntarse en estos días: ¿cómo se puede conseguir una globalización responsable?, ¿no es preciso crear unas instituciones transnacionales que incorporen unas estructuras de ordenamiento y, ya sea mediante determinados impuestos ya mediante controles suplementarios, trasladar al espacio transnacional lo que ha regido en el marco de los Estados-nación, a saber, un ordenamiento correspondiente del mercado financiero? Los conflictos en torno a la globalización, que, desde Seattle, venimos viviendo en cada reunión de las distintas organizaciones internacionales, remiten precisamente a este debate, es decir, la necesidad de dotarnos, también en el plano jurídico y procesal, de unas pautas ecológicas, unas pautas mínimas para el trabajo humano y otras cuestiones similares.
Estas discusiones también dejan ver, finalmente, lo que, desde mi perspectiva, es el criterio pragmático principal para la sociedad de riesgo: que los procesos ya puestos en marcha avanzan con una gran ingenuidad, sin que se reflexione debidamente sobre las consecuencias que acarrean. A causa de la rapidez del desarrollo, de la inmaterialidad de estas corrientes financieras, de las condiciones que crea para sí mismo el capitalismo digital, se producen unos procesos absolutamente incontrolables, se originan unas catástrofes que ahora están, sin ningún lugar a dudas, más allá del principio de aseguración. La posibilidad de asegurar estas consecuencias es una de las ideas más absurdas que se puedan concebir. ¿Quién puede establecer ya algún tipo de principio de aseguración contra una recesión mundial y sus consecuencias?
Teniendo todo esto bien presente, cabe preguntarse: ¿quién nos protege del poder seductor de los mejoradores del mundo neoliberales? El neoliberalismo es otro sinónimo de frivolidad ilimitada, una visión rosa de la economía. Rinde homenaje a la utopía o vana ficción de un capitalismo en crisis, de una economía mundial sin crisis. Con él se preprograman las siguientes crisis, y es bien sabido que las corrientes de capital están influidas por el pánico, la euforia y la histeria, como quiera que los costes de las crisis no son realmente ponderados ni asumidos por nadie; es como si se dieran palos al viento. Antes bien, el Estado que, por ejemplo, se ve afectado por una crisis se enfrenta a la exigencia de retirar los obstáculos para las libres intervenciones del capital. Parecemos dar por supuesto que el rayo de la crisis siempre golpea a los demás. Y añadimos injuries to injustice al suponer que la crisis y el desplome económico de países enteros son en última instancia autoimputados porque los grupos y países afectados no siguen al pie de la letra las normas neoliberales de la economic correctness.
J. W.: En ese tema, a mí siempre me intriga el hecho de que el neoliberalismo, que en cierta medida es la base intelectual y moral —si es que se puede emplear este término aquí— de este capitalismo digital o de casino que estamos considerando en estos momentos, tenga constantemente una vertiente antropológica. Y esta vertiente antropológica, como dicen siempre sus apologetas, reza así:
Sólo pedimos que nos dejéis actuar; esto tendrá como resultado que todo vaya de alguna manera mejor. Detrás se oculta la concepción de que el ser humano es un lobo, y que, bajo la bandera del neoliberalismo, la economía moraliza, y torna social, a este lobo. Pero ahora puede ocurrir, si hace su aparición el escenario que usted ha descrito como Chernóbil económico —que, en parte, también hemos experimentado en Indonesia, por ejemplo, es decir, si este proceso desemboca en la catástrofe—, que la ganancia antropológica resulte ser una falsa ganancia. Entonces hay motivos para temer que el hombre se convierta en lobo del hombre.
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