Universidad Case Western Reserve, USA
La historia de la tecnología, como campo de discurso académico, está hoy cambiando rápida y dramáticamente. A las preocupaciones y metodologías antiguas, aunque aún se siguen y son útiles, se les unen preocupaciones nuevas, y en algún sentido más amplias y más significativas. Nuestra disciplina – aquella que nos define como practicantes de un campo particular - se mantiene como ese ambiente construido con el que nos vestimos nosotros mismos. Es crecientemente difícil definir tecnología, porque nos damos cuenta que tales definiciones se construyen socialmente, pero de cualquier manera que se defina tecnología, ese es aún el foco de nuestro interés.
Me apresuro a explicar que las siguientes consideraciones se extraen principalmente del trabajo en la historia de la tecnología que ha tenido lugar en Norteamérica. Me doy completamente cuenta que mucho trabajo en la materia tiene lugar en otras áreas del mundo, y que aquél hecho en Norteamérica puede no ser siempre representativo, pero es el esfuerzo con el que estoy más familiarizado y por lo tanteo el que pretendo concentrarme hoy.
Hay muchas preguntas que pueden hacerse de cualquier tecnología: ¿Cómo funciona?; ¿De dónde viene?; ¿Qué hace?; ¿Quién es el propietario o la controla?; y finalmente, ¿qué significa? Tradicionalmente los académicos se han formulado las primeras preguntas más a menudo que las últimas. La diferencia no es trivial: al cambiar las preguntas, cambian también los grupos que parecen tener la autoridad para contestarlas y los intereses políticos, al perderse o ganarse legitimidad por la formulación de las preguntas. En otras palabras, las preguntas que, en cualquier momento, se consideran legítimas e importantes en la historia de la tecnología, redistribuyen poder entre lo que podemos llamar formas de saber y dan legitimidad o imponen la duda sobre los intereses creados en nuestras sociedades.
Los primeros practicantes de la historia de la tecnología fueron, no sorprende, aquellos que se consideraban a sí mismos tecnólogos. La historia de la ciencia fue iniciada por científicos, y la historia de la medicina por doctores; así también, la historia de la tecnología se emprendió inicialmente por ingenieros e inventores. En parte esto fue porque todos tenemos un interés particular en aquellos que nos precedieron en cualquier campo especial del saber; en parte fue reforzado por el hecho que las leyes de patente dan una posición privilegiada a la prioridad. Quien tuvo primero una idea particular y quién la aplicó primero son asuntos que rebasan el interés académico.
Gente con antecedentes ingenieriles tendieron a hacer preguntas relativas a cómo funcionaban las tecnologías y de dónde provenían, en el sentido estrecho de quién las inventó/diseñó. Ingenieros alemanes y británicos empezaron este tipo de investigación al inicio del siglo veinte. A estos primeros ingenieros se les unieron historiadores económicos. Para estos académicos, la Revolución Industrial quedó como anillo al dedo en su campo de investigación y las grandes innovaciones tecnológicas del periodo – la máquina de vapor, el telar mecánico, el uso del carbón y la fábrica misma- no podían ignorarse. La historia de la tecnología, para ellos, frecuentemente se ponía al servicio de la teoría económica, pero era historia de la tecnología y alguna era de muy alto nivel.
Para los 60s, los académicos entrenados en historia social, en vez de ingeniería o economía, se unieron a la empresa. Algunos de nosotros continuamos haciendo las preguntas de los ingenieros. Pero, no sorprende, algunas veces nuestras preguntas eran diferentes. Entrenados, como yo mismo, en las humanidades, los historiadores se preguntaban más frecuentemente no simplemente cómo funcionaban las máquinas y de dónde venían, sino, crecientemente, qué impactos habían tenido sobre la sociedad.
La noción de que la tecnología fue una de las fuerzas que ayudó a molear la sociedad – y que fue tal vez la fuente principal del cambio social en el mundo moderno – data cuando menos del siglo XIX. Más recientemente, la exposición Siglo de Progreso de 1933, efectuada en Chicago, fue tan lejos como para adoptar el lema: “La Ciencia Encuentra—La Industria Aplica—El Hombre se Adapta”. Esta formulación específica de la proposición fue de Norteamérica, pero representaba también la creencia básica de la Unión Soviética, sólo que con el estado tomando el lugar de l a industria. En ambos sistemas, la ciencia (la forma más segura de la verdad) crearía un régimen tecnológico al cual la gente tendría que adaptarse para su propio bien, desde luego.
Abundan importantes monografías que investigan el impacto de la tecnología en la sociedad, al menos para la experiencia histórica de Norteamérica. Merrit Roe Smith, en su libro premiado La Armería Harpers Ferry y la Nueva Tecnología, trazó los modos en los cuales “la práctica de la armería”, o el “Sistema Norteamericano de Manufactura”, afectó las vidas de los trabajadores que hacían los fusiles para el Ejército de los Estados Unidos. Ruth Schwartz Cowan, en su libro Más Trabajo para Mamá, muestra las muchas maneras en las cuales las nuevas tecnologías domésticas, tal como la estufa de hierro vaciado, alteraron los procesos de trabajo y sistemas tecnológicos completos dentro de los cuales se ubica el trabajo doméstico. Otros libros estudiaron la manera en la cual los sistemas de almacenamiento y distribución de agua alteraron las prácticas agrícolas y los patrones de tenencia de la tierra; cómo los tractores lanzaron a los granjeros fuera de la tierra; cómo los automóviles rompieron el aislamiento rural: cómo el telégrafo estimuló y aceleró las transacciones comerciales y las rivalidades entre las ciudades.
Al madurar rápidamente la historia de la tecnología como discurso académico, a la noción de que la tecnología modela a la sociedad se le unió (y en cierto sentido la retó) el hecho de que la proposición puede invertirse. Ahora junto a la pregunta, “¿cómo afecta la tecnología a la sociedad?” vino la pregunta complementaria, “¿cómo afecta la sociedad a la tecnología?” David Noble, por ejemplo, mostró cómo el diseño particular de las máquinas herramienta automáticas fue influido por el deseo de disciplinar el trabajo. El diseño de automóviles de Detroit fue influido por políticas públicas que mantenían bajos los precios de la gasolina; la maquinaria agrícola se diseñó para eliminar mano de obra en vez de para conservar capital; las lavadoras se diseñaron para facilitar la limpieza privada de la ropa en lugar de las lavanderías públicas.
La formulación extrema de la pregunta, “¿cómo afecta la sociedad a la tecnología?”, se la hace una escuela de sociólogos que llegan a la tecnología desde un estudio de la ciencia. Llamándose ellos mismos “constructivistas sociales”, estos investigadores han puesto la vista particularmente en innovaciones recientes de lata tecnología, tales como aquellas que ciertos sistemas de armamentos norteamericanos, e intentando demostrar que los “productos” de diseño siguen a la lucha entre “jugadores” para ver sus propias agendas privilegiadas. Los constructivistas sociales persiguen “relacionar el contenido de un artefacto tecnológico al medio sociopolítico más amplio”. [1] Estos sociólogos empezaron rechazando el trabajo de los historiadores de la tecnología, a favor de la tradición de su propia ciencia social, pero en los últimos cinco años, ambos campos han empezado a modificar su mutua desconfianza inicial y el mejor trabajo, como siempre, se ha obtenido de ambas metodologías.
La pregunta de qué significan las tecnologías sólo recientemente ha sido formulada. Los constructivistas sociales se ven ellos mismos como “describiendo artefactos tecnológicos centrándose en los significados que se les han dado por grupos sociales relevantes”, pero estos significados se construyen más en términos sociopolíticos que en aquellos de cultura. [2] Dentro de las humanidades, la búsqueda de significado ha sido un objeto definitorio de los nuevos historiadores de la cultura en Norteamérica, y ha empezado a infiltrar también la escritura de la historia de la tecnología. Libros recientes sobre la historia (y significados) de los “subterráneo”, tecnologías de comunicaciones eléctricas, automóviles reconstruidos, e incluso el zipper, han extendido ampliamente el alcance y, en mi opinión, la importancia de la historia de la tecnología como un campo. [3] Una manera de definir nuestra humanidad común es insistiendo en que la gente es un animal fabricante de herramientas. Esto sugiere que la tecnología es una parte integral de, en vez de hostil a, la cultura humana. Si es una parte de nuestra cultura, entonces tiene significados que pueden leerse de los diseños, rituales, usos y experiencias. Sigmund Freud pudo haber acertado en que un cigarro es sólo una buena fumada, pero habría estado muy mal si hubiera tratado de afirmar que el automóvil es sólo transportación.
Íntimamente ligado al nuevo interés en la historia cultural de la tecnología está en el discurso sobre la naturaleza y el significado de la postmodernidad. [4] Si nada más, la invocación de la postmodernidad nos ha movido a preguntarnos ¿qué, después de todo, significa la palabra “moderno”? Parece claro que lo que se llama el “Proyecto de la Ilustración”, esto es, el uso de la racionalidad (y especialmente la ciencia) para crear una “segunda naturaleza” que domaría, disciplinaría, controlaría y reproduciría la naturaleza “real” para mejorar la vida de la humanidad, dependía de la tecnología para cumplir su promesa. En fin de cualquier posible creencia en la eficacia de la ingeniería global, quizá a mediados de los 60s, seguramente marcó un cambio histórico en lo que “significaba” tecnología para la cultura occidental.
La idea de que la modernidad era un objetivo anhelado universalmente, que la modernización era el camino para su logro y que el modernismo era su adecuada interpretación, ha moldeado poderosamente el significado de la relación tecnológica entre México y los Estados Unidos. Al punto que modernistas en ambos países usaban la tecnología para definir el grado de modernidad de México, se volvió fácil y necesario definir a los pueblos mexicanos como premodernos. Stuart Chase, en su libro México, publicado en los 30s, reportó una visita a la Unión Soviética, donde vio el triunfo reciente de las máquinas, y una visita a México, al cual describió como una tierra sin máquinas. Este libro, significativamente, fue ilustrado por Diego Rivera, quien más tarde, a través de su mural para el Instituto de Arte de Detroit, usó las formas del modernismo para cuestionar los supuestos triunfos de la planta de Rio Rouge de Henry Ford.
Cuando la Fundación Rochefeller en los años 50s apoyó los esfuerzos para traer cocinas solares a los pueblos rurales mexicanos, descubrió que el significado de modernidad había invadido a las comunidades mexicanas más remotas y atrapado la lealtad de las poblaciones locales que no quería nada menos que los suaves utensilios que ellos sabían eran comunes en los hogares al norte de la frontera. Estufas eléctricas o de gas blancas y brillantes se construyeron para significar la modernidad, y por lo tanto esta gente rechazaba las estufas que ellos veían como impositivas de una cultura de inferioridad y marginalidad. Estufas solares baratas, al margen de su eficiencia y efectividad, se fabricaban como distintivos insultantes de humillación y sujeción.
En el centro de la teoría de la modernización estaba una definición del “Otro” como gente sin máquinas (esto es, que eran premodernos) y una suposición de que su camino a la mecanización seguiría el de las naciones industrializadas, especialmente Norteamérica. Esta asunción de la modernización como un objetivo natural e inevitable de todos los pueblos ha sido adoptado incluso por historiadores de la tecnología, quienes habían aceptado completamente hasta hace poco los términos de la modernidad sin análisis o protesta. Es importante, creo, que nos movamos más allá de los límites auto-impuestos en nuestra investigación y empecemos a definir a la tecnología en términos que incluyan a todos los pueblos, sean respetuosos de sus experiencias de esa tecnología y que no a suman que todo cambio tecnológico es progreso y que todos los caminos conducen, a través de la modernización, hacia lo que modernos llamar el mundo “sobredesarrollado”.
El discurso histórico sobre la tecnología ha sido restringido en varias direcciones, con el resultado de que muchas tecnologías, incluyendo categorías completas de “cosas”, quedan fuera de nuestras percepciones normales. Las razones de esto son en parte sistemáticas, basadas en privilegios y en premios de clase, raza y género. Además, un prejuicio a favor del cambio (esto es, un progreso hacia la modernización), junto con un concepto muy estrecho de ese proceso, nos ha llevado a ignorar lugares, periodos y pueblos enteros. Cambiando nuestro punto de vista desde el hombre blanco de clase media y colocando un nuevo énfasis en la experiencia de la gente de la tecnología, podemos ampliar nuestro discurso para incluir cosas que ahora no vemos y voces que ahora no oímos.
Específicamente, deseo argumentar que la historia de la tecnología, como se estudia actualmente, privilegia el diseño sobre el uso, la producción sobre el consumo y periodos de “cambio” sobre aquellos que parecen estáticos y tradicionales. Diseño, producción y cambio activo se ven como masculinos y de clase media. Al grado de que nos centremos en ingenieros e inventores, fábricas y periodos de “revolución”, por lo tanto, tendemos a no ver aquellas tecnologías que no se ajustan a este modelo, ni oímos las voces de las mujeres, trabajadores, y gente de color, cuya experiencia se asume que es pasiva en vez de activa, asociada con el uso en vez del diseño, y con el consumo en vez de la producción. Una historia que deja fuera tanta gente, reclama desesperadamente una reforma.
La historia de la tecnología como un campo académico, profesional y específico, tiene menos de cuatro décadas. En ese corto periodo de años, se ha desarrollado maravillosamente desde una preocupación casi exclusiva por las máquinas o su evolución, a una búsqueda de los significados de lo que es, después de todo, una imagen cultural definitoria de nuestro tiempo. Hemos llegado a coincidir, muchos de nosotros, con las palabras del activista social Karl Hess: “La manera en que se organiza y posee se ha convertido en el más notable atributo de cualquier tecnología, en vez de lo que hace exactamente.” [5]
A la vez, no nos hemos sacudido enteramente las marcas d el nuestro origen. En la cultura norteamericana, la tecnología se identifica poderosamente con la masculinidad: las mujeres pueden conducir automóviles, pero si van con un hombre, él maneja; las mujeres se supone que no son buenas para arreglar cosas; la ingeniería es la profesión más segregada sexualmente. Esta fuerte identificación de la tecnología con los hombres se ha agregado con el número tradicionalmente pequeño de mujeres académicas por lo que vemos que la mayoría de los historiadores de la tecnología han sido hombres. Similares restricciones han significado que la mayoría de los historiadores de la tecnología han sido blancos y de clase media.
No sorprende, por lo tanto, que aquellos sujetos que la historia de la tecnología ha encontrado más interesantes y aquellas preguntas que han estado más ansiosos de hacer, tienen que ver con las preocupaciones y privilegios de los hombres europeos de clase media. Esta es la razón, sospecho, por lo que los historiadores he la tecnología privilegian el diseño sobre el uso y la producción sobre el consumo. Los ingenieros e inventores se ven como interesantes o importantes; no así los operadores y reparadores de la maquinaria. Inventar el teléfono es hombruno; el hablar en él es mujeril.
Hace muchos años, Lewis Mumford notó que categorías completas de tecnología eran ignoradas por los académicos. La “tendencia a identificar las herramientas y máquinas con la tecnología”, escribió, era “sustituir una parte por el todo”. Él específicamente se refirió a los “recipientes” como soslayados: “fogones, fosos, casas, vasijas, costales, ropas, redes, depósitos, canastas, bolsas, zanjas, tanques, canales, ciudades:” a los que podríamos agregar: alacenas, cajas de empaque, contenedores de embarque, trailers, maletas y demás. [6] Aunque Mumford no comentó sobre el hecho en 1966, ahora notamos que muchos de estos recipientes, o “componentes estáticos” como Mumford también los llamó, se asocian con mujeres y tareas domésticas, incluyendo el trabajo en los campos agrícolas que, en la mayor parte de la historia humana ha sido trabajo de mujeres también. Los recipientes, entonces, podrían bien listarse entre aquellas tecnologías “invisibles” a las que encontramos fácil soslayar.
Algunas otras tecnologías no sabemos que están allí porque están ocultas en el diseño, tal como la ingeniería sísmica que se construye en las estructuras de México y California. [7] Otras sabemos que están allí, pero no parecemos verlas, como la cocina altamente mecanizada junto al comedor del hotel elegante. [8] Aún otros, como los artículos de mesa y la bolsa de víveres, los manejamos diariamente, pero no los “vemos” como tecnología.
Esto es sólo una parte del campo completo de la experiencia tecnológica que se asocia a aquella gente que no cuenta – y por lo tanto –, no se les toma en cuenta en nuestras istrías de la tecnología: mujeres, niños, la clase trabajadora, gente de color; en pocas palabras, aquella categoría completa de personas que son “otras” para nosotros. En la era moderna, una falta de asociación con la tecnología, ha sido una poderosa marca de “otredad”: ese es el significado del libro de Michael Adas Las Máquinas como la Medida del Hombre y puede ser la causa profunda de la consternación y la hostilidad creada por el reciente ascenso tecnológico japonés. [9]
Algunos “otros” están empezando a verse en nuestra historia. La multiplicada presencia de las mujeres en estudios académicos de la historia de la tecnología, ha coincidido con un creciente cuerpo del saber que Joan Rothschild ha dividido de manera muy útil en las categorías “las mujeres y la tecnología” y “las mujeres en la tecnología”. [10] Mucho de este saber, particularmente en sus fases iniciales, era recuperativo e individualista; esto es, se concentraba en hallar mujeres “perdidas para la historia” y contaba sus inspiradoras historias de triunfo sobra la adversidad. Útil como era este tipo de trabajo inicial, está, en mi opinión, condenando por su misma concepción. La búsqueda de ingenieros e inventores mujeres “grandes pero olvidadas” está destinada a ser decepcionante porque estas fueron las mismas categorías que los hombres han consignado para ellos mismos y a partir de las cuales las mujeres han sido totalmente eliminadas por la ley, la costumbre y las expectativas sociales. La historia de la tecnología occidental, dicha en términos de diseño y producción, ha sido desde hace mucho una historia de los hechos de los grandes hombres. [11]
Una agenda de investigación que resulta en el silenciamiento y la invisibilidad de la mitad de la población es fundamentalmente defectuosa y debe cambiarse. En vez de persistir en el estudio de sólo la máquina de vapor y la producción masiva, las redes de energía eléctrica y las computadoras, quizá podríamos a empezar con las personas y preguntar con qué tecnologías han tenido experiencia. No es, desde luego, la única manera de estudiar la tecnología y quizá no la mejor para todos los propósitos, pero tendría la virtud de destruir de una vez por todas, esa venerable noción de que ya que la tecnología es “neutral”, todos la experimentamos de la misma manera. Nuestra propia vida cotidiana nos dice que esto no es así, pero cuando volteamos al saber algunas veces, abandonamos lo que Evelyn Fox Keller llama “el saber común” y nos cegamos a nosotros mismos con “el saber formal”. [12]
Yo sugeriría que la categoría de raza, como la de género, podrían ser mejor integradas a la historia de la tecnología eliminando aquellas categorías sacralizadas por los europeos. En Norteamérica, una búsqueda de los ingenieros e inventores afro-americanos del pasado, así como de las mujeres, es una tarea necesaria y útil, pero en última instancia está destinada a ser decepcionante, y por la misma razón. Incluso si algún día son documentadas, las persistentes historias de que los africanos esclavizados inventaron realmente la desmotadora de algodón de Eli Whitney y la segadora de Robert Hall McCormick nos dicen más acerca de la naturaleza complicada y problemática de la invención, que acerca de las relaciones de raza. Aunque deliberadamente eliminados de tales actividades, la relativa ausencia de los afro-americanos puede muy fácilmente usarse como evidencia de que no tomaron parte en la historia de la tecnología americana y, por lo tanto, deberían permanecer convenientemente callados e invisibles. Pero si, en vez de eso, preguntamos ¿cuál ha sido la variedad de experiencias que los afro-americanos han tenido con la tecnología? No sólo será escuchada más gente, sino que tendremos una imagen más ricas, y nos atrevemos a decir, más verdadera de esa historia.
Algunas veces esa experiencia se leerá de su misma ausencia de los registros. La relativa ausencia de los afro-americanos de las listas de inventores e ingenieros expresa abundantemente la construcción social de esas actividades. La deliberada decisión del planificador neoyorquino Robert Moses, de construir puentes sobre el acceso al Parque Merrit, tan bajos que los autobuses no pudieran pasar por abajo, fue un ejercicio de prejuicio de clase y racial integrado a una opción de diseño. Aquellos que estaban limitados al transporte público no podrían encontrar ni casa ni recreación en esa dirección. [13] Igualmente, el Transporte Rápido del Área de la Bahía (BART), que conecta las ricas ciudades del Este de la Bahía de los Condados de Alameda y Contra Costa con el centro de San Francisco y los suburbios al sur de la cuidad, tiene una notoria falta de estaciones en los vecindarios donde se concentran los afro-americanos. Es una línea para élites profesionales y empresarios blancos.
Más frecuentemente, la experiencia está allí para ser leída por aquellos que escojan hacerlo. Se ha sugerido, por ejemplo, que la división del trabajo, la alienación y los ritmos de trabajo asociados con el trabajo industrial fueron inicialmente experimentados por esclavos en las plantaciones sureñas. Desde esta perspectiva, las historias comunes de esclavos africanos rompiendo sus azadones en los campos no parecen ser ejemplos de descuido, irresponsabilidad y estupidez, sino de sabotaje industrial deliberado. Nosotros nos decimos que el “rompimiento de máquinas” de los luditas no tuvo lugar en Norteamérica, donde los trabajadores recibieron con agrado los instrumentos “ahorradores de trabajo”, pero quizá simplemente hemos visto a los trabajadores equivocados. Historias de esclavos liberados ingeniando desmotadoras de algodón en las islas del mar en los tiempos de la Guerra Civil pueden apuntar en la misma dirección. Por el otro lado, a algunos esclavos africanos se les permitió que adquirieran habilidades artesanales. Frederick Douglass, que se convirtió en sellador de barcos antes de escapar de la esclavitud, se convirtió así en un hombre antes de convertirse en su propio hombre. [14]
En los 50s del siglo pasado, se nos ha dicho, “los maquinistas” de Boston que iban cada año a Cuba a operar máquinas de vapor en los ingenios azucareros se apoyaban en “negros confiables” para que los ayudaran, aunque somos dados a pensar que los yanquis se necesitaban porque nadie en Cuba era competente para supervisar la maquinaria. Sabemos que el trabajo esclavo (así como también esclavos liberados) se usó en establecimientos industriales en el sur norteamericano, aunque nadie ha visto esta experiencia en términos de la historia de la tecnología. [15]
En este mismo siglo, la llegada del automóvil ha sido la ocasión para una profunda transformación de la sociedad norteamericana. Sabemos más acerca de los congestionamientos urbanos y de la degradación ambiental, sin embargo, de lo que sabemos de la influencia del automóvil en las vidas de los afro-americanos. Hemos conocido que en Atlanta, Georgia, cuando menos, las personas afro-americanas que podían costearse un automóvil los compraron al menos en parte porque les permitía escapar a la humillación del transporte urbano segregado de Jim Crow, una desincentivación al uso del transporte público que no afectaba a los pasajeros blancos. [16]
Íntimamente relacionado al uso de los automóviles para escapar a los confinamientos e insultos de Jim Crow, está el ejemplo de las autopistas. Persiste la historia que, al menos en algunos estados sureños, cuando se enfrentaron al Movimiento de Buenos Caminos y la necesidad de crear sistemas de autopistas estatales, añoraban la opción de facilidades segregadas. La visión, se nos dice, de conductores blancos detenidos en los semáforos en rojo mientras que a los conductores de “color” se les permitía continuar, fue profundamente subversivo del privilegio de supremacía blanca. Presumiblemente porque las autopistas eran más costosas que las fuentes de sodas, se construyeron autopistas únicas, pero esto no quiere decir que la preocupación sobre los poderes otorgados fueran sólo paranoides. “Las reglas de los caminos” y las legalidades de los derechos de vía sin duda probaron ser niveladores, quizá más profundamente a un nivel psicológico. Los ejemplos que he dado, desde luego, son extraídos de la experiencia histórica específica de los Estados Unidos. Cada nación, sin embargo, tiene sus clases marginadas, constituidas de pueblos indígenas, trabajadores explotados e individuos estigmatizados socialmente de otras maneras.
Historias como las que he contado escapan demasiado fácilmente a través de la red de nuestros intereses tradicionales. Nosotros los historiadores de la tecnología hemos estado interesados principalmente en investigar y documentar aquellos aspectos de nuestra disciplina que reflejan nuestras propias ventajas de raza, clase y género. Al privilegiar el diseño sobre el uso y la producción sobre el consumo, hemos creado un conjunto de preguntas que ignoran a personas diferentes a nosotros: mujeres, niños, gente de color y aproximadamente a toda la clase trabajadora. Como lo ha escrito el historiador ambiental William Cronon, “los historiadores no cuentan historias por sí mismos. Escribimos como miembros de comunidades, y no podemos menos que tomar en cuenta esas comunidades al hacer nuestro trabajo.” [17] Creo que en el grado que centremos nuestra atención sobre las maneras en las cuales experimentamos diferencialmente la tecnología – y buscamos el significado de esa tecnología para gentes particulares en circunstancias particulares – nos acercaremos más a una historia inclusiva y precisa de nuestro pasado. En nuevo vino, sostengo, requiere

[1] Wiebe E. Bijker, Thomas P. Hughes y Trevor J. Pinch, eds., The Social Construction of Technological Systems: New Directios in the Sociology and History of Technology (Cambridge, 1987), p. 46. (volver al texto)
[2] Ibid (volver al texto)
[4] Rosalind Williams, Notes on the Underground: An Essay on Technology, Society, and the Imagination (Cambridge, 1990), Carolyn Marvin, Robert C. Post, High Performance: The Culture and Technology of Drag Racing, 1950-1990 (Baltimore, 1994), Robert Friedel, Zipper: An Exploration in Novelty (New York, 1994). (volver al texto)
[4] Véase especialmente David Harvey, The Condition of Modernity (Oxford, 1989). (volver al texto)
[5] Kart Hess, Community Technology (New York, 1979), p. 67. (volver al texto)
[6] Lewis Mumford, Technics and the Nature of Man, Technology and Culture, 7 (Summer,1966), p. 306. (volver al texto)
[7] Agradezco a James C. Williams por este ejemplo. (volver al texto)
[8] Tomo este ejemplo de Molly Berger. (volver al texto)
[9] Michael Adas, Machines as the Measure of Men: Science, Technology, and Ideologies of Western Dominante (Ithaca, 1989); David Morley y Kevin Robins, Techno-Orientalism: Futures, Foreigners and Phobias, New Formations, No. 16 (Primavera, 1992) p. 136-156. (volver al texto)
[10] Michael Adas, Machines as the Measure of Men: Science, Technology, and Ideologies of Western Dominante (Ithaca, 1989); David Morley y Kevin Robins, Techno-Orientalism: Futures, Foreigners and Phobias, New Formations, No. 16 (Primavera, 1992) p. 136-156. (volver al texto)
[11] Estudios recientes que nos alejan de este camino incluyen Virginia Scharff, Taking the Wheel: Women and the Comino of the Motor Age (New York, 1991); Ruth Schwartz Cowan, More Work for Mother: The Ironies of Household Technology from the Open Herat to the Microwave ( N.Y., 1983); Judy Wajcman, Feminism Confronts Technology (University Park, 1991); y catherine Jellinson, Entitled to Power: Farm Women and Technology, 1913-1963 (Chapel Hill, 1993). (volver al texto)
[12] Evelyn Fox Keller, Reflections for Gender and Science (New Haven, 1985), p.p. 75-76. (volver al texto)
[13] Langdon Winner, The Whale and the Reactor: A search for Limits in an Age of High Technology (Chicago, 1986), p.23. (volver al texto)
[14] Frederick Douglass, Narrative of the Life of Frederick Douglass, An American Slave (N.Y., 1968), p. 116. (volver al texto)
[15] Robert S. Starobin, Industrial Slavery Join the Old South (London, 1970); y Charles B. Dew, Bond of Iron: Master and Slave at Buffalo Forge (New York, 1994). (volver al texto)
[16] Blaine A. Brownell, A Symbol of Modernity: Attitudes Toward the Automobile in Southern Cities in the 1920s, American Quarterly, 24 (March, 1972), p.35. (volver al texto)
[17] William Cronon, A Place for Stories: Nature, History and Narrative, The Journal of American History, 78 (Marzo, 1992), p,1373. (volver al texto)
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